Simón Suárez, en la misa de cuerpo presente, nos habló así de esta ejemplar pareja de esposos:

Altagracia Bautista de Suárez (1921-2012).Procedente de familias oriundas de Las Matas de Farfán, los Bautista y los D’Oleo, Doña Tatá nació hace poco más de 90 años en el Ingenio Consuelo de San Pedro de Macorís.  Fue criada junto a su hermana Dorila, por su madre Regla María D’Oleo, en una familia uniparental y en la más abyecta pobreza.  Desde niña mostró su extraordinaria inteligencia, una voluntad férrea, un firme sentido de propósito, una laboriosidad vehemente, una solidaridad sin límites y una fidelidad sin titubeos para consigo, para con sus ideas y para con las personas que merecieran esa fidelidad.  Estos dones marcaron su larga vida.

Desde la adolescencia fue maestra, para ayudar a sobrevivir a su familia y para costearse sus estudios.  Pese a todos los avatares de su vida pública y privada no dejó nunca de considerarse una maestra.

Ya en la universidad se destacó entre los líderes estudiantiles de finales de los 40, suscribiendo aquel manifiesto que sorprendió la vida social y política de entonces.  Recién graduada compitió en un concurso mundial de ensayo sobre derecho internacional auspiciado por las Naciones Unidas, y ganó el primer premio.   Parte de ese premio consistía en una pasantía de un año trabajando en la Sede de las Naciones Unidas en Nueva York;paso de ensueño para una abogada recién graduada.  El pasaporte para viajar a recibir el premio le fue negado por el gobierno dominicano; evidenciando que estaba en la lista negra de entonces.

Esta frustración la marcó de por vida, hasta el punto de que en la madrugada del día de su muerte todavía balbuceaba frases del ensayo ganador: “Si en la mente de los hombres se conciben los horrores de la guerra, es en la mente de los hombres donde deben erigirse las fronteras de la paz”.

Este hecho representó un punto de inflexión en su vida, pues conoció y recibió la protección de Joaquín Balaguer, y tomó la decisión de formar familia, correspondiendo a los avances de Mario Suárez, con quien resolvió casarse en cuestión de noventa días.

Esta mujer que venía de una familia nuclear de tres mujeres, pudo en ese momento comenzar a vivir su definición de familia.  Tuvo sus hijos biológicos, María Emilia, Altagracia y Mario Dimas, adoptó a Vitalia, pero más que eso; con su característica vehemencia, buscó y trajo a su núcleo a los Bautista -incluyendo a su papá, Don Roque-  a los D’Oleo, a los Suárez, a los Joubert, a una lista interminable de primos, cuñados, novios, amigos de sus hijos.  Todos pasamos a ser familia.  Ella se hizo Suárez, y se insertó a ese clan extendido como la que más.

En el hogar de Tatá y Mario vivieron siempre tías, hermanos, sobrinos, y mucha gente buena que ella convertía en familia y recibía de inmediato su amor, su generosidad y sus consejos; todo en grado superlativo.  Vivió Tatá siempre al borde de sus medios.

Todo en la vida de Tatá adquiría dimensiones épicas.  Sus viajes de Semana Santa a Samaná o las cenas de Nochebuena se convertían en montajes de gran complejidad,  en los que todos los que ella había hecho familia participaban de inolvidables momentos de comunión familiar.

Mujer de religiosidad singular, era fiel devota de la Virgen de La Altagracia y de San Antonio.  Su relación espiritual era marcadamente personal e íntima; y a los santos de su devoción los trataba de tú a tú.  Muchas visitas al Santuario de Higüey y mientras pudo, un peregrinaje anual a Padua, a visitar a San Antonio en su día.  Para Tatá las relaciones sacramentales eran para toda la vida, y cuando alguna se debilitaba o se rompía en su familia era presa de una gran desazón.

De ideas muy conservadoras, estaba sin embargo al tanto y presta a evaluar y hasta a aceptar posiciones de mucha avanzada.  Nunca aceptó la liberación femenina, pero vivió su condición de mujer con la gran independencia que dicho movimiento preconizó.  Predicaba entre las mujeres de su familia esa misma firmeza de carácter e independencia de criterio que ejerció, a la par de una maternidad dedicada y una abnegación al marido merecedor de esa fidelidad.

Soñadora de siempre, a los 58 años interrumpió su vida pública y familiar para cumplir uno de sus sueños, un título universitario de La Sorbonne.  Se marchó sola a París, a vivir como estudiante en la buhardilla de una pensión, perfeccionar su Francés y obtener su grado post doctoral en derecho comparado.

Al apartarse de la vida pública volcó sus energías y su amor en Mario, en su biblioteca y en sus nietos; tanto los biológicos como en todos esos niños que como mis nietos, desconocedores de la historia, no entendían porqué esa señora viejecita, de pelo blanco y largo, los zarandeaba en un abrazo con tanto cariño.

MARIO C. SUÁREZ JOUBERT (1921-2012). A solo dos días de despedir a Doña Tatá, nos reunimos de nuevo a acompañar a los Suárez Bautista a decir adiós ahora a su padre, Don Mario.  Para la familia han sido unos diez días de estar en una especie de montaña rusa emocional que nos deja exhaustos y tristes.  Gracias a Ustedes por su compañía y apoyo y gracias a Dios que nos ha enviado a su mensajero, el Padre Carlos, a quien no conocíamos hace solo dos días y ahora, ya no lo olvidamos.

 

Haciendo reflexiones banales para mitigar la tristeza comentábamos mi esposa Muyien y yo que era típicamente Mario, pese a la extrema gravedad de su salud en los últimos días, no morir antes que Tatá.  Él tenía que dejar pasar el tumulto, los formalismos, los honores, los cañonazos, el humo;  ¿todo en calma? Ahora me puedo marchar.  Como el autor de la obra, que sale al escenario cuando los aplausos acaban.

Nos decíamos también que era normal, de esperarse, que Tatá y Mario nos dejaran al mismo tiempo. Morir juntos, idea que Tatá, con su palabra firme, verbalizó mucho en los últimos días para desconcierto de todos, era parte de lo esencial de esta pareja.  Han sido uno desde que tengo uso de razón, desde que se dieron el sí recíproco; Tatá y Mario, Mario y Tatá, Yang y Yin, fuego y agua.  Morir de amor, como en las novelas románticas, no era extraño.

Para Mario no era ajeno morir de amor porque así comenzó su vida en Samaná.  A sus 11 añitos despidió a su mamá, Emilia Victoria, que con 35 años, sumida en la pena por la trágica muerte de su marido Dimas de Jesús, terminó de traer a término su octavo hijo, también Dimas de Jesús, y en pocos meses se marchó junto a su adorado.

Le tocó a Mario ir de la niñez a la adultez en un instante, guiado por esa hermana madre, María Dolores, que con 16 años, y con el apoyo de toda la comunidad de Samaná, asumió las riendas de esta numerosa familia de 8 niños.  María Dolores brilla todavía cual faro en Samaná, a sus 96 años.

Le tocó también a Mario, mientras sus hermanos y hermanas asumían rápidamente de infantes, un oficio, que lo mandaran a La Vega, de donde provenían los Suárez.  Allí convivió con su tía Olimpia Suárez y su marido Casimiro Lora,  y fue protegido de sus primos los Lora Suárez.  Salir de la Samaná, que en ese entonces solo se accedía por mar, hasta La Vega fue para Mario una revelación cultural y social que lo marcó.  Hizo el bachillerato en La Vega y se hizo maestro, y con título bajo el brazo y maletita de cartón regresó a Samaná.

Contaba Mario que el tren llegó a Sánchez al final de la tarde y que el único transporte para seguir a Samaná era un balandro que zarpaba en ese momento, pero solo hasta el muelle de Las Pascualas a recoger una cosecha de cocos.  Anocheció en el trayecto y dejó el barco para seguir a pie los ocho kilómetros que faltaban.  Cruzó a oscuras, con su maletita de cartón y su título de bachiller, la finca de cocos de Las Pascualas, que muchos años después sería suya; donde vio culminados sus esfuerzos y compartió sus frutos con Tatá y su larga familia.

Fue maestro en Samaná por un tiempo pero la estadía en La Vega le había abierto la curiosidad por la vida cosmopolita.  Las oportunidades de mejoría para él y sus hermanos estaban en estudiar, y otro de sus protectores le abrió la puerta a la Capital.  Don Emil de Boyrie, ese eminente científico universal de corazón Samanés, trajo a Mario a Santo Domingo, a un empleo en el Zoológico y a la carrera de derecho en la Universidad.

Allí conoció a Tatá, que le llevaba unos cursos de ventaja y que le asistió en su Tesis.  De esa colaboración surgió el amor, la unión y la familia Suárez Bautista.

En la vida profesional se distinguió como abogado laboralista, muy vinculado al Seguro Social y a instituciones relacionadas.  Fue durante largos años y hasta su retiro el principal funcionario de la Confederación Patronal de la República Dominicana; plataforma desde donde proyectaría sus muy pocas apariciones públicas.

Aunque nunca volvió a residir en Samaná desde que llegó a Santo Domingo, soñaba con su pueblo y su gente y se mantenía al tanto de ellos.  Mucha de la desbordante generosidad de medios y afectos que dispensó en su vida fue para Samaná y los samaneses.

Decía antes que si en esta pareja Tatá era fuego; Mario era agua, cristalina y pura.

Hombre de una marcadísima prudencia y discreción, era el consejero por excelencia, el oído que estaba siembre presto a dar una silenciosa voz de aliento.

Su tolerancia suavizó muchos momentos álgidos en su vida e hizo que todos a su alrededor aprendiéramos como se cultiva esa virtud.  La vimos y la pudimos contrastar con su irreductible apego a los principios.

Mario desplegaba una caballerosidad decimonónica.  Hombre de pañuelo perfumado, barba rasurada y pelo aliñado, chacabana almidonada y plumafuente en el bolsillo izquierdo.  Nunca dejaba una dama en pie ni a un caballero con la puerta en la mano.  Sus piropos y galanterías para con la dama desconocida, de corrección poética, eran siempre bien recibidos; merecidos o no.

Tenía Mario claras sus prioridades.  En su juventud aprendió a tocar el violín y para su disfrute muy personal lo ejecutó por mucho tiempo.  Se familiarizó con la música clásica, con la poesía y con la literatura; más nunca hizo alardes de su cultura.  Diestro en velas, yolas, goletas, remos y cayucos, nunca aprendió a manejar un automóvil.  Eso lo mantenía cerca de la gente de a pie, escuchando la cotidianidad en los carros públicos y en las guaguas de dos pisos.  Esa cercanía con sus orígenes no le abandonó nunca; aún cuando pisara las alfombras más mullidas.

Su afabilidad y familiaridad son legendarias.  Siempre y para todos tenía un saludo efusivo, una expresión cariñosa, un chiste a flor de labios y una sonrisa que se desplegaba desde lejos. Parece que para querernos mejor y hacernos íntimamente suyos, a todos nos cambiaba el nombre o nos ponía un apodo.  Algunos, como el Nuna de su hija Altagracita, quedaron para el dominio público.  Otros, como el Don Simonó que tenía para mí, queda entre nosotros.  Muchos le correspondimos llamándole con el cariñoso Chichío.

Es a ese Chichío alegre y bonachón, de abrazo cálido y beso tierno que hoy, con alegría su vida celebramos.