A finales de los ochenta, en plena época de oro del diario El Siglo, el periodista y escritor Frank Núñez visitó Pedernales y regresó a la capital con doña Mema y los perros callejeros en la cabeza. De ella, resaltaba la reciedumbre moral y el celo por su negocio; sobre los canes ironizaba: “para ladrar, tenían que recostarse en las paredes”.

Le reconocía razón en cuanto a su convicción sobre la dueña del principal hotel del pueblo. Acerca de los perros, no. Le insistía en que tenía muy fértil la imaginación, el humor y la tendencia al sarcasmo, porque la provincia es pobre, pero nunca tanto para que los perros “viralatas” parecieran escuálidos. El debate formal no fue largo; mas, hay huellas en las páginas del moderno rotativo, cerrado años después.

Modesta Hungría de Peña (Mema) había nacido en Boca Chica, en 1915, y ya en 1960 llegaba a Pedernales, a 307 kilómetros de la capital, en el extremo suroeste del territorio dominicano. Y tenía un objetivo bien definido: la instalación de un hotelito donde se pudiera dormir y comer. Sabía que allí había un nicho excelente. Y, en 1966, abrió su negocio al lado del mercado municipal. Elenita, la morena de Jimaní, tuvo también para la época una casa de cuatro dormitorios y servicio de comida, en la Mella con Sánchez, que luego compró la pareja Nova-Lela. 

El de doña Mema no era ni por asomo una cuartería de “mala muerte” para aprovechar a los necesitados de amores furtivos. Ni pensarlo con doña Mema. Muy dócil, conversadora, solidaria, consejera, bailadora asidua de danzones hasta en la cocina y balaguerista a rabiar, pero muy firme en sus propósitos.

Cuando algún hombre ansiaba sexo con una dama y preguntaba por una “habitación de paso”, la primera recomendación de los comunitarios era: “Ni te acerques por donde Mema”.

INTENTO FALLIDO

Cuatro años después, en 1970, ella y su esposo, Ignacio Peña Arriaga (Peña), mudaron el negocio a la Libertad con Santo Domingo, a la entrada del pueblo. Más amplio y atractivo, con el nombre de Hotel Fátima y luego Pensión Familiar Fátima, en honor a su madre. Pero con los mismos criterios de calidad.

“Con el cambio de nombre a Pensión Familiar Fátima, ella quiso dejar claro que se trataba de un lugar sano, para dormir, descansar y comer, no para fechorías sexuales. Nadie dejaba de comer un día porque no tuviera dinero”, ha comentado con orgullo su nieto Willy Peña Francés.

Era famoso su jardín, no tanto por la diversidad de flores, sino porque, cada mañana, cuando le rociaba agua, le hablaba y le cantaban como si fuese a un bebé. Y famosa su crianza de conejos y palomas. Las aves bajaban y se arremolinaban a sus pies, con su llamado o su canto.

Peña, su esposo, había nacido en Boca Canasta, Peravia, en 1912, pero vivía en la capital. Perteneció al Ejército y luego pasó a la Marina, donde alcanzó el rango de sargento; sin embargo, no aceptó un traslado para Monte Cristi y renunció para  irse a Pedernales, a trabajar en la Alcoa, donde ocupó el cargo de supervisor general. Le gustaba producir.

Instaló un colmadito contiguo al hotel, al lado del Liceo Pedernales, en la Libertad. Pequeño, pero muy concurrido por bebedores y estudiantes en el recreo. Cerca de 5.9 de estatura, 250 libras, gustaba de la “buena vida”. Cada domingo tenía una razón para ir al balneario El Mulito.

Nunca renunció a los tragos y a las “nigüitas”, como llamaba a las mujeres. Ni siquiera a los 74, cuando, metido en el río La Piedra, trató de demostrar su hombría a una dama, pero la virilidad se asustó. Entonces, frustrado, cogió dos “peñones” para machacarse el pene. Falleció a los 76 años, el 23 de agosto de 1988.

De los hijos, Eugenio Enrique (Alemán) dejó relatos por doquier. Buen técnico, pelotero y mejor amigo, pero bebedor y travieso como pocos. Robaba las sábanas blancas del hotel, para “caravanear” con el PRD.

Un día, él cogió su motocicleta y viajó zigzagueando durante media hora por una carretera infernal hasta el municipio Oviedo a llevar a un guardia. De regreso, se encontró con un “becerrito” tirado tras ser chocado por un camión. Lo montó detrás y, cuando pasó por el puesto de chequeo a la entrada del pueblo, en la fortaleza Enriquillo, el militar de turno le increpó sobre la escena. Y él, sin rubor, le contestó: “Pasa por casa a buscar tu pedazo”.  Y siguió de largo.

Alemán se enganchó a la guardia, pero no pasó de raso. La mayor parte de su vida laboral, la pasó en la Alcoa.

Su hermano, Daniel Saúl, sí llegó al rango de coronel full de la Marina. El final de su carrera se lo puso, sin embargo, la intolerancia de la época. Todo comenzó cuando, al pasar por el malecón, se encontró con dos vehículos parados en paralelo, obstaculizando el tránsito. Dos hombres conversaban muy amenos. Él activó la bocina una y otra vez; les pidió que le permitieran el paso. Pero se burlaron y lo mandaron a pasarles por encima.

Él, incómodo, atravesó el jeep para bloquearles, mientras les gritaba: ¡Come mierda! Luego, lo persiguieron y, al detenerlo, volvió a gritar: ¡Come mierda! Al llegar a la base naval, fue encarcelado. Uno de los intrusos violadores de la ley, era el hijo del influyente general Enrique Pérez y Pérez. Daniel Saúl ofrecía servicios técnicos a la institución. Y se presentó una avería en la planta. Al llamarle para resolverla, contestó: “Llamen al hijo de Pérez y Pérez para que la resuelva”.

El JUEZ SEVERINO     

Doña Mema, como Peña y los hijos, era  respetada en el Pedernales de aquella época. Tenía fama de buena cocinera. Menuda, siempre en vestido, cada mañana iba al mercado con su bolso de tela o de saco de “chanchán” que elaboraba en su máquina Singer, para introducir los productos.

En su posada se quedaban los alcoredos (empleados de la Alcoa no nativos, como Juan Quiroz o “Juan va creciendo”, Víctor García y otros visitantes.

Allá se hospedó el juez Juan María Severino, mientras ejerció en la provincia. Un hombre tosco, campechano, pero recto extremo y directo. Son memorables sus sentencias casi sumarias de 20 y 30 años a todo acusado de narcotráfico.

Los debates políticos entre ella y él ocurrían a diario. Severino siempre quiso arrodillarla con su dramaturgia. Hasta un día en que la “lo puso en su sitio”:

“Mire, querido juez, usted podrá ser jefe allá, en su tribunal, pero aquí en mi casa, mando yo, y se hace lo que yo diga”. A partir de ese momento, el juez Severino la trataba con cautela. “A esa mujer es mejor tenerla como amiga”, le repetía al nieto de ella, Willy.

El diez de enero de 1999, dos días antes de cumplir 84 años, doña Mema perdió la batalla por la vida.