¡Adios, Paquita!- le gritó Ricardito cuando el hombre cruzaba en su flamante Cadillac blanco descapotado por la calle “El Conde”, a la altura de la “19 de Marzo”.

El hombre del Cadillac blanco era rubio, más bien bajito de estatura, a veces mal hablado y de un humor del carajo. Conocido por todos y al mismo tiempo admirado. Para algunos era motivo de risa pero sus chistes, con su voz atiplada, eran siempre de doble filo y ocultaban una sabiduría milenaria. Dicen que en su juventud pensó meterse a cura pero de aquello nada.

Estamos aquí hablando de los años de Lucho Gatica y de la “Semana Aniversario de la Radio-televisión Dominicana”, de Pedro Infante y de la Tariáculis, cuando El Licey y El Escogido se desfifarraban en el viejo play de la Normal de la Duarte.

-¡Adios, Paquita!- volvió Ricardito a gritarle al día siguiente, cuando ambos coincidieron una vez más en “El Conde”, esta vez entre la Hostos y la Duarte. Ricardito a pie y el otro en su flamante Cadillac blanco descapotado. Era evidente que quería provocarlo, imitando su voz de eunuco camuflado.

En aquella época la calle “El Conde” era de dos vías y, a pesar de que hoy parezca mentira, allí se daban cita todos los chismes de la alta sociedad dominicana. Mientras la calle Duarte era reservada a la clase popular, la calle “El Conde” era la versión minúscula criolla de la Gran Vía de Madrid. Contaba con las tiendas más caras, como las Joyerías “Di Carlo” y “Prota”; la Casa González Ramos, la “Casa Estévez”, López de Haro y los cafés más exclusivos del país, como si se tratara de la Quinta Avenida o de la Madison Avenue de la Gran Manzana en chiquito.  Todo lo que pasaba en “El Conde” reverberaba en el resto del país. En uno de esos cafés se reunía Johnny Abbes con sus adláteres a hablar disparates, cuando aún era un simple comentador deportivo del montón y no podía hacerle daño a nadie.

Los encuentros entre Ricardito y el hombre del Cadillac blanco descapotado se fueron convirtiendo en un ritual cotidiano, como si se tratara de una liturgia dominical en “Santa Maria la Menor”, la iglesia catedral de Santo Domingo.

-¡Adios, Paquita!-repetía Ricardito, con esa picardía propia de la edad del pavo.

Recuerdo que en varias ocasiones, con la guía telefónica en su regazo, Ricardito se deleitaba llamando a las farmacias del área, fingiendo una voz de madrilleño recién llegado: “¿Teneis acetona en grandes cantidades?”-preguntaba solícito.

Ante la respuesta afirmativa del otro lado, Ricardito ripostaba: “¡Recórcholis!…  pues tapadla para que no se os vaya a evaporar y os afixie”.  Así mismito era Ricardito. Un pájaro bobo en tiempos de agua.

-¡Adios, Paquita!- vociferó en una ocasión, mientras el hombre del Cadillac blanco se deslizaba a paso lento, como en un desfile de carnaval, parangoneando su Cadillac descapotado a la altura del Conde con la Santomé. Esta vez frenó en seco su Cadillac y paró el tráfico, enfrentando a su irrespetuoso interlocutor ante el gentío que se desplazaba como por la Vía Apia romana:

-¡Ay, mijo- dijo- ¡qué penas me das!… así empecé yo y mira por dónde voy. Allí llegarás tu también.

Pasaron y vinieron los años y el pelo rubio del hombre del Cadillac se fue tiñendo de blanco. Ricardito, que había pasado varios años estudiando en un seminario de Montreal, Canada, regresó convertido en todo un presbítero vetusto y enfuforrollado.

Un buen día por la tarde, cuando las misas de difuntos comenzaban a decirse a las seis pasado el Meridiano en “Santa María la Menor”, le tocó a Ricardito decir una de ellas, teniendo al hombre del Cadillac blanco entre la concurrencia. El, que no creía ni en la madre de los tomates, siempre cumplía cuando se le iba un amigo al otro mundo. Se santiguaba como el mejor de los vecinos y hacía lo mismo que veía que hacían los otros, pero de aquello nada.

-Padre, usted me debe tres “Deo gratias”- vociferó el hombre del Cadillac blanco al final de la misa.

-¿Cómo?- preguntó Ricardito, todo asombrado ante la adusta feligresía

– Que me debe usted tres “Deo gratias” y cuatro “ave marías” por mi profecía- insistió el del Cadillac blanco.

-Me está usted ofendiendo- afirmó Ricardito, ya convertido en cura de misa y olla.

-El que me ofendía siempre en la calle “El Conde” eras tú. Te felicito. ¡Por fin llegaste!

-Yo no me equivoco jamás de los jamases-insistió solícito- Así que empieza a rezar por tu alma y la mía, sinverguenzón.

Esta es una historia real. El nombre completo de “don Paco” era el de Rafaél Emilio Tavárez Labrador, santiaguero de pura cepa y dueño de la estación de radio “La voz de la alegria”. Este año se conmemora el 56 aniversario de su muerte, acaecida en San Juan de Puerto Rico, un 18 de julio, cuando estaba el sol saliendo. Se fue de este mundo el mismo día que nació.

El nombre de Ricardito: Ricardo Santelises Pellerano.

Que Dios los tenga en su gloria a los dos.