“Cada grande obra de arte crea medios propios y peculiares de expresión; aprovecha las experiencias anteriores, pero las rehace, porque no es una suma, sino una síntesis, una invención.” — Pedro Henríquez Ureña
La República Dominicana nunca ha sido un país culto o inclinado –desde el aparato gubernamental– a rendirle culto a la intelectualidad o la cultura. Muestra de esto es el hecho de que los primeros gobernantes del país, como dijo Juan Bosch, fueron hateros y cortadores de madera, que se opusieron de manera rabiosa a las mejores ideas del momento, encarnadas por Juan Pablo Duarte.
De igual manera, los dos hombres con más “luces” que han gobernado el país, Joaquín Balaguer y Leonel Fernández, hicieron todo lo posible (consciente e inconscientemente) para que los dominicanos se hundieran en las penurias de la ignorancia y la incultura.
Por eso no me sorprende la simple nota de prensa que cita al Presidente Luis Abinader –en un hábil error populista– dándole las gracias a Emanuel Herrera Batista “El Alfa” “por poner en alto nuestra bandera,” después que este exponente del triste género del Dembow llenara el Madison Square Garden.
Los comentarios del presidente Abinader nos mueven a preguntar lo siguiente: ¿Qué mérito transcendental puede tener la cantidad de personas que lleva un artista a una presentación? ¿Cómo puede un individuo o artista actuar en representación de todo un pueblo? ¿Tiene “El Alfa” o el contenido de su música las condiciones para “poner” la bandera dominicana en “alto”?
La primera de estas cuestiones es la más fácil de responder. El 20 de febrero de 1939, el German American Bund –una agrupación que simpatizaba abiertamente con la Alemania nazi– llevó 22,000 personas al Madison Square Garden a escuchar el discurso de Fritz Kuhn, individuo llamado a ser el “Hitler americano”. Estas inquietantes estadísticas nos demuestran, como dice el cliché, que seguimos irracionalmente obsesionados con el tamaño y número de las cosas, y no con su calidad o contenido.
Las repuestas a las otras dos interrogantes nos llevan, necesariamente, a revisitar la unión del arte y la cultura. Un individuo representa a toda una nación cuando de éste, su arte o hazaña, irradian lo que Henríquez Ureña llama las “experiencias anteriores” o lo que Matthew Arnold acuñó como lo “mejor que se haya pensado o dicho” de esa civilización. En esencia, cuando nos referimos a lo mejor de las experiencias anteriores, estamos hablando necesariamente de cultura. ¿Qué otra cosa puede ser la cultura de un pueblo sino el hecho artístico que capta las mejores huellas de esa civilización?
Ahora, surgirán las preguntas necias: ¿quién determina lo que es mejor o peor? Hay una respuesta simple a esta interrogante: el gusto. Ese gusto proviene de la misma cultura, de un sentido común o sensibilidad común que imprime el conjunto de obras artísticas que identifican a un pueblo. Sin ánimo de controversia, propongo un ejemplo: Johnny Ventura. ¿Qué criollo consciente puede negar que la obra de Johnny Ventura lleva en ella la estampa indiscutible de la dominicanidad? Sin necesidad de deconstruir el personaje de Johnny, cuando lo recordamos se siente la alegría, el patriotismo, y la sencillez que caracteriza a los dominicanos.
La música de “El Alfa,” sin embargo, no nos da el mismo aliento que Johnny Ventura (quien representó de manera excelsa a todos los dominicanos). No se siente una sed de trabajar o de profundizar en la cultura, buscando sintetizar lo que estaba antes que él. Al contrario, nos recuerda los rasgos más afligentes del dominicano y su sociedad actual: la pobreza imaginativa, el extranjerismo grotesco, y una inclinación perversa a los placeres inmediatos.
Los últimos temas de “El Alfa” prueban esta argumentación. Primero, Singapur, una repetitiva alusión a República Dominicana como la tierra del coito; segundo, Caso Bugatti, tema donde se ostenta y se vanagloria por la compra de un automóvil de colección; tercero, Rulay y La Mamá de la Mamá, donde hace una vulgar invitación al consumo de drogas y a ejercer el sexo oral como vehículos ideales para llegar al estado trascendental del tíguere indomable.
Dudo que un dominicano inteligente pueda creer que “El Alfa” y su deplorable show pongan nuestra bandera “en alto” y descreo también que el presidente Luis Abinader realmente piense que esa música deleznable arrastre lo mejor de la dominicanidad. Ahora bien, tampoco propongo que se censure dicho movimiento. Dicha acción sería una grave violación del derecho a la libre expresión –algo innegociable en cualquier sociedad democrática. Solo pido en estas breves quejas, como buen dominicano, que no se use dicho género rastrero para representar a la dominicanidad ni para disimular nuestras imposibilidades más obvias, que son la de educar y trabajar la cultura.