(Unas líneas para la comunidad LGTB dominicana, en los últimos días de Wally, que por ahí viene la Edad del hielo, como en Ice Age I)
Ricky Martin nació el mismo año que Homero Pumarol (o al revés).
Desde “Menudo”, su presencia ha sido más constante desde los Ochenta que la de nuestros primos de Nueva York. Cantante, actor, piedra del escándalo, mito apolíneo para los nietzscheanos y gran exponente de la caribeñidad líquida -para los seguidores de Bauman-, o de la catástrofe -para los de la cuadra del coreano-alemán, de Ricky he tenido casi que leerme su autobiografía completa.
Pasó en Barajas. Iberia nos había dejado con el deseo de estar lo más pronto camino a Santo Domingo. En ese par de horas entre set y set, husmeando entre aceites de olivas y otras cosas que le podría llevar a Gabina su libro estaba ahí, como esperándonos, contándonos sus días en Calcuta, la brega con la Madre Teresa, entre otras cosas, sus nudos de toda la vida en la garganta hasta que sí, salió del closet con el mismo chorro de fuego y humo que dejaba el baticarro.
Las canciones y videos de Ricky me eran tan necesarias como un traje de motorista. Zafa.
En casa de mi hermana Cinthya, empujado a uno de esos karaokes donde eres un josejoseito o un raphaelito y hasta un duopimpinelita, salió de repente “Ven pacá”, con Maluma. ¡Dios!, ¡mi bombardeo divino camino a Damasco! ¡Divino Ricky!
Todo mundo es bello. Todos fiestean. Oasis, liviandad, dejarse caer, “mis pasitos son sin stress”, “déjame si hay otro lugar para dejar mi corazón”, “si tu boca quiere besos… arreglamos”. ¡Divino Ricky! “Nos comimos boca a boca en el sillón…” Sospecho que estos poemas no pasarán por los filtros de Jochy, pero no importa. Seguro que Nazario pasará, que al Gotto ni le hablen de eso, quién sabe si Argénida dirá “Café” o “paso”, o lo que le dé la gana, no importa, “no dejes que pasen las horas”, oh Ricky, ¡Ricky divino! Vente pacá, vente, nene.