La Ley de Partidos está llamada a sentar las bases para institucionalizar y democratizar nuestras formaciones políticas, rezagadas ante los avances de la sociedad en otros aspectos.
Mas no menos importante es la concertación y aprobación de una buena Ley del Régimen Electoral, debido a que los distorsionados procesos electorales, su organización, discurrir y resultados han sido el principal foco de tensiones, contaminación y deterioro de nuestra inconsistente vida institucional.
La descomposición del sistema electoral es ahora menos burda que en el pasado, pero más dañina para la conciencia popular, por la compra masiva de los votos y conciencias de la gente, por parte del partido de gobierno, lo que conlleva masificar la quiebra ética que convierte al país en pasto de la delincuencia y la ley del más encojonado, del irrespeto, el desorden y la inseguridad cada vez más desbordados.
En lo económico, la falta de institucionalidad y ausencia de control electoral han convertido al Estado en una descomunal maquinaria clientelar, con sus programas de asistencia social convertidos en mercancías de intercambio electoral, en cuya “lealtad”, además, se gastan desbordados ríos de publicidad y propaganda gubernamental que suman millones y millones de pesos, cada día, en una gigantesca labor de manipulación y desinformación sobre la realidad nacional.
A consecuencia de esa “lealtad”, desde 2008 –año de la reelección de Leonel Fernández– se acumulan grandes déficits fiscales y rangos de endeudamiento público cada vez más inmanejables, mientras que dados los actuales niveles de impunidad la corrupción se multiplica exponencialmente respecto a los más de 30 mil millones de pesos que anualmente extraía del presupuesto nacional, según calculó hace décadas el ex presidente Fernández.
Economistas independientes advierten que los ingresos tributarios dedicados a cubrir sólo el pago de intereses y la acumulación de la deuda han terminado generando una situación en la que el gobierno toma prestado para pagar deudas, en una pendiente enjabonada cada vez más peligrosa para la salud económica de la Nación, tanto pública como privada.
Verdad que no estamos en los tiempos –relata el Gabo en Los Funerales de la Mamá Grande– en que descubrieron en el patrimonio de aquella matriarca “tres baúles de cédulas electorales falsas, para garantizar la paz social y la concordia política”.
Cierto que –meses después de las elecciones– ya no aparecen cerones repletos de votos opositores, y que las puntas de los fusiles militares adornados con pañuelos tintados del color del partido de gobierno han sido trocados por escáneres como los de Roberto Rosario…
Pero para empezar a enderezar el peligroso derrotero que lleva la salud ética y económica de la nación, falta una buena Ley Electoral, que disponga castigo para sus violadores y haga efectivo el mandato constitucional que ordena a la JCE organizar elecciones libres (sin compra de conciencias), equitativas (sin uso de los recursos estatales), objetivas (sin cédulas electorales falsas (como las de la Mamá Grande) y transparentes (con votos no contados con escáneres como los de un Roberto cualquiera).