A diferencia de la frecuencia con que le habla al país el presidente Luis Abinader, su antecesor, Danilo Medina, solía resguardarse y reservaba cuanto quería comunicar a las rendiciones obligadas de cuentas establecidas en la Constitución para cada 27 de febrero, aniversario de la Independencia. Sus declaraciones se limitaban a escuetas declaraciones en cada visita sorpresa o no previamente anunciada a comunidades del interior, en las que no abordaba asuntos de debate público sino temas muy concretos vinculados al objetivo de cada encuentro. Tampoco solía ofrecer rueda formal de prensa ni se reunía frecuentemente con los medios. Sus contactos esporádicos con periodistas fueron excluyentes y de acceso restringido.
Ese modelo de comunicación le dio sus frutos y fue la norma en toda su administración de ocho años. Esa comunicación del silencio puede ser muy efectiva, si se la sabe administrar, como puede ser muy negativa la saturada presencia de un mandatario en los medios, que termina restándole interés a la palabra presidencial. Un tercer modelo de comunicación debe propiciar un diálogo diáfano y transparente.
Los presidentes democráticos, e incluso los que fingen serlo, entienden la importancia de comunicarse de una manera más directa con la población. Muchos de ellos rehúyen los encuentros serios con los medios, y optan por ambientes amigables con periodistas complacientes, para no enfrentar preguntas incómodas, que por molestas que resulten reflejan casi siempre el sentir de la sociedad. Por lo regular, son esos encuentros los que le permiten escuchar a un presidente lo que sus ministros y colaboradores no le dicen y ocultan. Los jefes de Estado adictos a los halagos de una prensa entregada al poder terminan marginados de la realidad. Por esa razón muchos no alcanzan a entender las demandas sociales y terminan abrumados bajo el peso del rechazo.