A este tiempo llamarán antiguo, escribió el Dante en la Divina comedia. Cuando eso mismo suceda con el día que transcurre hoy, los hombres tendrán la distancia necesaria para medir hasta dónde la revolución cultural asociada a Internet puede compararse en su repercusión con el advenimiento de la escritura. Solo que, si esta última necesitó siglos para consolidarse y transformar la fisonomía de la sociedad, Internet lo ha hecho en dos décadas. Es decir, lo diferente ahora es la velocidad del cambio.

Pocas cosas tienen en la actualidad el sentido que tenían hace apenas unos años y esto obliga a una redefinición de los componentes sociales. Pero, mientras algunas estructuras responden de forma ágil a ese continuo proceso de transformación, otras hacen desesperada causa con la inercia. Ese último es el caso de la universidad, considerada hasta hace poco el summum del conocimiento, y que ahora encuentra dificultades para reinventarse ante la evidencia de que la instrucción ocurre también (y a veces de modo más expedito) en ámbitos como los medios de comunicación, las instituciones culturales, los grupos sociales de pertenencia, entre varios más.

Siempre me pregunté por qué mis colegas docentes deploran todo el tiempo la escasa calidad de sus estudiantes, mientras los discentes entienden su paso por la universidad como un desagradable trámite en busca del necesario título de grado. Con el tiempo, las preguntas fueron creciendo: ¿No será que la realidad de hoy exige competencias y actitudes distintas al profesor de la educación superior? Los estudiantes que en este momento llegan a la universidad, ¿son menos inteligentes que los de ayer? ¿No serán simplemente distintos?

Entre un estudiante de veinte años y un profesor que ronda los cincuenta, ambos dominicanos, media una brecha generacional que los convierte en extranjeros dentro de una misma cultura. Poseen formaciones distintas, maneras distintas de percibir y juzgar la realidad, conceptos distintos acerca de lo que significa el conocimiento, así como parámetros distintos a la hora de definir metas y estrategias para alcanzarlas. ¿Cómo lograr una comunicación satisfactoria entre dos actores con un campo de experiencia común tan estrecho? El asunto se agrava desde el momento en que el profesor intenta imponer un modelo de sabiduría basado en la cantidad de libros que ha leído, cuando lo que buscan los estudiantes son competencias que les permitan conectar la información para dar respuesta a los problemas que les plantea la vida en el relampagueante minuto presente.

Dediqué dos años en compañía del antropólogo Jorge Ulloa a examinar esta problemática. Los resultados de ese afán aparecen en el libro Las voces y los ecos, publicado hace un par de semanas por la Universidad Iberoamericana. Encontramos, por ejemplo, que si se le pregunta a 132 profesores universitarios cómo es su comunicación con los estudiantes, el 80% asegura que muy buena. Mientras, si se hace la misma pregunta a 700 estudiantes, el 50% sitúa la comunicación con sus profesores como regular o mala. ¿Más? El 90% de los 700 estudiantes encuestados considera que sus profesores saben poco o nada acerca de quiénes son ellos. De su parte, la inmensa mayoría de los 132 profesores declaran que sus estudiantes son indolentes y mal formados. ¿Cómo conseguir que dos protagonistas tan distantes coronen un intercambio satisfactorio?

A diferencia del antiguo catedrático, el profesor universitario de hoy requiere actuar como un mediador que a través de la comunicación facilite ese complejo proceso de construcción de sentidos que es el aprendizaje. Sin las competencias y los valores del comunicador profesional difícilmente podrá el docente insertar su trabajo con éxito en una realidad pletórica de códigos culturales y participar con sus estudiantes en un diálogo que, para ser pertinente y duradero, tiene que involucrar no solo el plano cognitivo, sino también el afectivo y el actitudinal.

Esa nos parece la única vía para que la actual universidad se llene de voces frescas y no termine por hacerse obsoleta, añorando los ecos de un pasado ajeno al vértigo de este tiempo que, no lo duden, alguna vez también llamarán antiguo.