República Dominicana es un país en vigilancia. No importan las leyes, el Estado actúa con identidad propia y ajeno a la mayoría. Su coste es garantía del control de los recursos  colectivos. En dichas instancias se juegan las distintas dislocaciones y crisis. Se asumen las legalidades impositivas, las racionalidades económicas, las efectividades financieras y la gestión de “la democracia”.

Está claro que bajo el sistema estatista no hay ambigüedad histórica. Su estrategia es siempre la misma, ampararse en leyes que continuamente se rediseñan para consolidar el despojo de unos y el enriquecimiento de otros. No es sorpresa para ningún grupo social del país que  tenemos un Congreso que responde a un orden social que facilita y da rienda suelta a cualquier diatriba que le apetece a un gobernante engolado y ajeno a la mayoría.

Ellos, lo de la casa grande, no se frenan por ningún código de conducta corporativa nacional o internacional. Han sido bendecidos por la santa madre iglesia y por el fenecido dictador (Balaguer).  Desde su torre sostienen un poder panóptico bajos reglas encubiertas que disciplinan a todos y a todas. Las imposiciones arbitrarias se legalizan por mayoría absoluta en las salas congresuales. No importa los discursos, el  despojo de las libertades es siempre violento.

Ellos, lo de la casa grande, no se frenan por ningún código de conducta corporativa nacional o internacional. Han sido bendecidos por la santa madre iglesia y por el fenecido dictador (Balaguer)

Lo que ocurrió el 18  de octubre, no es nuevo en la sala congresual. Un elocuente senador  sometió el Proyecto de Ley sobre Violación de la Propiedad  Pública y Privada. Con dicha propuesta, anuncia que es necesaria la reprimenda para todos aquellos que irrumpan en “terrenos ajenos”.  Se pierde el derecho a la recuperación de la tierra o del lugar como referencia del estar y hacer social. Esta elegía diurna anuncia el castigo y la invisibilidad de otras representaciones colectivas, entre ellas, a los productores de alimentos.

Es una vieja historia, recurren al discurso de la propiedad y lo privado como argumento ético para frenar a “los inmigrantes” rurales u urbanos” que intentan asegurarse un techo, o a los productores que intentan recuperar la tierra para producir sus alimentos. Ellos serán  castigados por violación a la propiedad privada o pública, mientras, los supuestos representantes del pueblo se sirven de su legalidad para beneficiarse del erario público.

No hay memoria. Las luchas agraristas están en el olvido. El cuestionamiento a la colonialidad es obsoleto. Ya no recuerdan las expropiaciones de tierras públicas y privadas que hicieran ciertas  familias, hoy consideradas respetables y ricas. No hay amparo de ningún tipo, frente a estos sacrosantos representantes del orden. Ya por esto, no anuncia ni discuten el despojo histórico de la tierra, ni de la expropiación de los recursos naturales por nacionales y extranjeros.

Ni jamás discurrirán sobre las confiscaciones de las tierras comuneras. Tampoco discutirán sobre los regalos y prebendas de extensos predios públicos, que otrora hicieran gobernantes inescrupulosos, a ciertos particulares o eclesiásticos de turno.

Ya no es posible pensar que se le ocurrirá formular un proyecto de ley donde se rescate las propiedades públicas que todavía están en manos de particulares o cuestionar a los directivos del Consejo Estatal del Azúcar por entregar las tierras agropecuarias al sector turístico u otros señores del partido, entres otras banalidades.

No hay sorpresas, es una cultura represora. En este anteproyecto de ley se facultará al Ministerio Público o al Abogado del Estado para que pueda dictar medidas cautelares, en la que se incluye la realización de desalojo sin juicio previo. Cuantas artimañas para proponer penas carcelarias, pagos de multas, igual a seis salarios mínimos contra las personas que invadan una propiedad inmobiliaria privada o pública. En fin estas son nuevas trampas, disociaciones del estar y el hacer la cosa pública.