“La violencia jamás resuelve los conflictos, ni siquiera disminuye sus consecuencias dramáticas”. Juan Pablo II, Papa de la Iglesia Católica desde el 1978 hasta el 2005.
La delincuencia ha permeado nuestra sociedad, que no quepa la menor duda; si tomamos un periódico y lo exprimimos chorreará la sangre de cientos de ciudadanos que cayeron abatidos por las crueles y despiadadas manos de bandidos. Los ejemplos abundan, sólo basta encender la radio o la televisión, leer la prensa o escuchar los relatos de quienes nos rodean; siendo esto un indudable presagio de que las medidas que se han tomado para combatir la violencia y la criminalidad, han fallado y que debemos implementar otra estrategia encaminada a solucionar este infierno dantesco del diario vivir.
No hay una sola persona que no se sienta indignada ante estos hechos sangrientos; sin embargo, tomar justicia por nuestras propias manos no es la solución. La Ley del Talión ya no está vigente. Existe la justicia, aunque a veces es injusta por todo el procedimiento que conlleva; no obstante, es ese mismo procedimiento el que permite garantizar que no se irrespeten ni los principios que rigen el ordenamiento jurídico ni los derechos fundamentales.
La medicina para curar la enfermedad delincuencial debe ser de tipo preventiva, puesto que es más fácil evitar que algo ocurra que tratar de solucionarlo una vez que el daño esté cometido. Aumentar los niveles de represión traerá más odio y más daño (y esto se puede sustentar con filosofía); ¡no nos engañemos! Es inútil aumentar las penas del código penal y/o del código del menor sin una política dirigida a corregir los problemas sociales que acarrean que un joven, con un futuro por delante, caiga en las garras de la delincuencia; y si no existe esta prevención, entonces las penas no resocializarán; mas, sólo seguirán aumentando la marginalidad.
Empero, para quienes están obligados a dar el ejemplo, es más fácil apostar a la represión y ordenar a los encargados del “orden público” a que acaben con la vida de los delincuentes. Quienes, aunque suene extraño para algunos, tienen derecho a ser reintegrados a la sociedad, si nuestras cárceles les ofrecieran un sistema de reinserción óptimo; pero ese es otro tema fallido y del cual nos ocuparemos en otro momento.
La ciencia, entendida como el máximo saber en todas las ramas, ha demostrado que existen circunstancias que causan que un hombre delinca, cabe destacar algunas escuelas cuyos aportes a la humanidad son extraordinarios, verbigracia, la escuela positivista, que tuvo como exponentes a los italianos Cesare Lombroso con su teoría del delincuente nato, teoría que, a mi juicio, ya no se corresponde con la realidad; Enrico Ferri con su tesis de que el hecho de delinquir se debía a la conjugación de 3 factores: físicos, individuales y sociales y Raffaele Garofalo, quien acuña por vez primera el término criminología, con su planteamiento de la anomalía moral y trastornos psicológicos. A esta escuela le siguen las escuelas antropológicas y sociológicas, las cuales encuentran en Vidal y Magnol el núcleo de su planteamiento, el cual consiste en que la acción no se debe a la voluntad libre, sino a elementos tanto externos como internos que condicionan la conducta del ser humano, y esto es lo que conviene destacar, los elementos externos (sociales) que hacen que el hombre delinca. La sociología considera esos últimos como los fundamentales y de hecho yo también.
Antes de juzgar debemos analizar a profundidad lo que mueve a una persona a delinquir. Y en esa ponderación o investigación, si se quiere decir así, encontraremos que existen nexos comunes entre los delincuentes, tales como: problemas económicos, conflictos familiares, pobreza, desempleo, bajos niveles de educación y situaciones que torcieron la conducta del niño, hoy adulto, y lo condujeron a no distinguir entre el bien y el mal y a no buscar la virtud, virtud de la que hablaban los griegos.
Resulta irónico que quienes están llamados a defender y a legislar a favor de la Carta Magna (ojo, no todos) sean los que propugnen que se lesione el bien jurídico (sagrado) que es la vida. Que no solo está vigente en el art. 37 de nuestra Constitución, sino que también está consagrado en el art. 3 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, en el art. 4 de la Convención Interamericana de los Derechos Humanos y por una gran cantidad de Tratados Internacionales que nuestra República ha firmado y ratificado y que, por ende, está obligada a respetar. La doctrina francesa utiliza la locución bloc de constitutionnalité para referirse a este conjunto de normas supraconstitucionales[1].
¿Quién no se ha sentido impotente al ver como sufren nuestros seres queridos por los actos delincuenciales?; ¿cuántas lágrimas no se han derramado por parte de quienes han perdido a alguien por culpa de este mal?; pero, a pesar de todo, es al Estado y no a nosotros, a través de uno de sus poderes, a quien le corresponde juzgar a los transgresores de las normas, porque no vivimos en una selva, hemos hecho un contrato social con el Estado para que sea éste el garante de nuestros derechos; Ahora bien, lo que sí debemos exigir es que se cumplan las leyes y que se invierta en medidas preventivas para que se regulen los factores que pueden incidir, aunque de manera indirecta, en el aumento de los crímenes, por ejemplo, el morbo televisivo, los programas radiales de chabacanería, la cultura musical (la letra de las canciones, incluyendo videos musicales, los cuales, en su mayoría, solo promocionan la discriminación de género, el sexo, la violencia y las drogas y que se convierten en prototipos para la juventud), los videojuegos violentos[2], las películas morbosas que dominan el mercado y más recientemente las telenovelas de narcos que convierten en mártires a quienes en el pasado fueron monstruosos criminales y van penetrando poco a poco en el subconsciente de nuestros jóvenes, confundiéndoles la mente.
Así pues, como se ha podido esbozar a lo largo de este artículo, el tema de la delincuencia es más complejo de lo que parece, no se soluciona con “dar pa’bajo” ni con aumentar las penas, eso es lo más fácil y muchas veces el camino más fácil hace que nos cueste más “la sal que el chivo”. Esto requiere de un estudio pormenorizado de nuestro entorno social y si logramos corregir dicho entorno, lograremos no solo disminuir la delincuencia, sino también corregir un sinnúmero de males como la desigualdad social, la pobreza, el analfabetismo, la indiferencia social, el pesimismo colectivo que provoca que se cumplan las profecías del efecto Pigmalión, entre otros; porque todo queridos amigos está interconectado, como si fuese un círculo vicioso del cual muchos no pueden salir, a menos que le tendamos la mano y mientras no lo hagamos seguiremos siendo víctimas de este sistema que nosotros mismos hemos creado con nuestras acciones, omisiones e indiferencias. Más que fomentar la represión y aumentar las penas, mejor aumentemos la igualdad, fomentemos las oportunidades, garanticemos un sistema óptimo de salud, educación, sobre todo a quienes vienen subiendo, porque como dijo Pitágoras (sic) “educad al niño y no será necesario castigar al hombre”. En un próximo artículo destacaremos cómo la indiferencia social pueda llegar a afectarnos y el peligro que conlleva que veamos todos estos hechos de sangre como algo normal, debido a la frecuencia con que ocurren y a la cual nos tienen acostumbrados.
[1] Véase al respecto, Jorge Prats, Eduardo. Derecho Constitucional. Vol. I. Santo Domingo, República Dominicana. 2010, p. 214.
[2] Tras la cruel matanza de Newtown, Connecticut, el senador estadounidense por el Partido Demócrata, Jay Rockefeller, ha propuesto al congreso norteamericano la realización de un estudio encabezado por la National Academy of Sciencies (Academia Nacional de Ciencias) para determinar el impacto que tiene en la mente de los jóvenes los videojuegos con violencia. Quien cometió el crimen, Adam Lanza, pasaba horas muertas en el computador y jugaba videojuegos sangrientos y de guerra.