En enero pasado las recaudaciones impositivas de la Dirección General de Impuestos Internos aumentaron en 11.2% respecto a igual mes del año pasado. Este incremento parece muy normal en el contexto de una economía que funciona con estabilidad. Es más, cualquiera diría que es muy bueno.

Sin embargo, se dice que al conocer dicha cifra se dispararon las alarmas en el Gobierno y en la misión del FMI, debido a que esperaban más.  Habían proyectado que las recaudaciones comenzarían el año creciendo a un ritmo de 17%. Aparentemente partieron de premisas falsas, y en base a ello se establecieron las metas de gastos públicos y los topes de déficit que ahora se perfilan de difícil cumplimiento.

Hace un buen tiempo que la evolución de las recaudaciones fiscales está dejando insatisfechos al Gobierno y al Fondo.  Desde el 2007 los ingresos fiscales vienen aumentando a un ritmo inferior al del producto interno bruto, razón por la cual la carga tributaria media ha estado declinando. Y el malo de la película parece ser la administración tributaria. De los números parecería deducirse que esta es ineficiente, que no es capaz de aplicar los controles y cobrar los impuestos al mismo ritmo en que se incrementa la capacidad de pagos (entiéndase el PIB) de la economía. 

Pero esa deducción choca radicalmente con la percepción que se tiene entre las empresas, entre los contribuyentes individuales y en la ciudadanía en  general. Es más, los diversos rankings que vienen haciendo y difundiendo los organismos internacionales colocan a las instituciones públicas dominicanas en lugares muy bajos, entre los más bajos del mundo, indicio de que se tiene la idea de que funcionan muy mal. Excepto la administración tributaria.

Además, la percepción de la ciudadanía es que ninguno de los servicios públicos mejora, que trascurren los años, las gestiones de gobierno y las décadas y todo sigue igual, que prácticamente ninguna de las instituciones públicas cumple eficazmente la función para la cual fue creada. Casi podría decirse que la única institución que escapa a ese juicio es la administración tributaria.

Esto es obvio, pues, en adición a las diferentes reformas legales que se han hecho para elevar la carga fiscal, la gestión pública ha mejorado sustancialmente en materia de cobro de impuestos, se ha modernizado, particularmente en lo referente a la normativa más probada universalmente como eficaz para evitar la evasión, a la profesionalización del personal técnico, y al uso de herramientas tecnológicas para facilitar y garantizar el cumplimiento de las obligaciones fiscales. En años recientes también se le ha conferido autonomía funcional, administrativa y financiera, de modo que pueda reducirse a su mínima expresión la ineficiencia tradicionalmente atribuida a la politizada administración pública en el resto del aparato gubernamental. 

Siendo así, mucha gente estará preguntándose, ¿entonces, por qué el PIB aumenta mucho cada año y los impuestos recaudados no? ¿Por qué tiende a bajar la carga tributaria efectiva? También cabría hacerse otra pregunta: ¿Y si la premisa es incorrecta? ¿Y si los datos están malos? Todo podría ser.

Como este gobierno es tan propenso a vender ilusiones, tan inclinado a mostrar una realidad hermosa, eso se manifiesta en los datos económicos, de modo que el producto lleva un ritmo de crecimiento que difícilmente sea alcanzado por las recaudaciones. En el 2009, por ejemplo, las ventas de las empresas y las importaciones nacionales, que constituyen la base para el cobro del ITBIS, disminuyeron en 9.4% y en 26.7% respectivamente, y como era de esperarse, las recaudaciones por ese tributo disminuyeron en 6%. Por el mismo fenómeno recesivo, las recaudaciones bajaron también en los demás impuestos y al final, el total de ingresos corrientes del fisco bajó en un 8.4%.

Era de esperar que la menor actividad económica quedara reflejada estadísticamente en una disminución del PIB. Pero fue lo contrario, se verificó un crecimiento real de 3.5% y nominal de 6.5%, valor este último que es el usado para el cómputo de la carga fiscal. Así era obvio que la misma bajaría.

En el 2010, con un crecimiento de 7.8% en el producto real, que se convierte en 14.6% a precios corrientes, se esperaría que las ventas de las empresas hubieran aumentado a ese nivel. Sólo por inercia, la expectativa debía ser de un aumento similar en la recaudación. Y mayor con más eficacia administrativa. Pero resulta que las ventas declaradas por las empresas que pagan ITBIS  apenas  aumentaron en un 5.5%.

Como el país exhibe una prosperidad tan marcada, es lógico que los técnicos del FMI proyecten que las recaudaciones fiscales respondan razonablemente a ello. Por eso la proyección tan optimista que se había hecho para enero del 2011, que al ser contrastada con la realidad ha dejado confundido a todo el mundo.

El Boletín de la DGII de enero de este año apenas registra un incremento anualizado de 2.3% en las ventas, dato que no se corresponde con los anuncios de crecimiento estratosférico de la economía. Y sería muy extraño que las empresas estén reportando unas cifras a la administración tributaria y otras diferentes a los que preparan las estadísticas de crecimiento del producto. Correrían un riesgo muy grande.