En sus intervenciones en el debate sobre la crítica de Diógenes Céspedes, Manuel Matos Moquete continúa evadiendo los dos principales puntos que han motivado mis comentarios; a saber, el carácter paternalista y sexista del discurso de su compañero de estudios en el París de los setenta. En la defensa del amigo, Matos Moquete se concentra en esa otra característica que subrayo de la escritura de Céspedes: la incapacidad de poder traducir a un lenguaje coherente los conceptos y postulados que toma del pensamiento de Meschonnic.

Para mi sorpresa, en su más reciente comentario, Matos Moquete encamina la discusión por la ruta del patriotismo literario. Ciertamente, el apelar a la sacralidad de las grandes figuras de la ciudad letrada dominicana que un tal Néstor E. Rodríguez cuestiona con tanta insolencia es la salida más fácil para evitar el engorro de tener que reconocer los flagrantes prejuicios de Céspedes.

El Céspedes al que Matos Moquete obvia estratégicamente en su argumentación es el que, por ejemplo, se siente autorizado a publicar cosas como esta: “En descripción y deseo de estar loca se queda el discurso sobre la locura poética del yo biográfico de Rosa Silverio. Describe los síntomas que cree son los de su locura y desea volverse loca como las diosas suicidas de la locura que invocan sus poemas”. Y, por si fuera poco, ese mismo Céspedes asume que tiene la potestad de concluir su escrito con la siguiente arenga: “¡Aviva el seso y despierta, Rosa Silverio! ¡No finjas locura!”.

Si el Pedro Henríquez Ureña que reseñó en 1909 el Ensayo de una filosofía feminista del español Miguel Romera Navarro hubiese leído el escrito que Céspedes intenta pasar por crítica literaria, se habría apresurado a descalificarlo como una sinvergüencería. Qué no decir de la reacción de una Camila Henríquez Ureña, cuya obra tiene como eje la teorización sobre el feminismo, si hubiera alcanzado a percibir el tono rastrero de la recensión de Céspedes.

Ese es el Céspedes que me ha interesado denunciar desde la primera de mis columnas. Pero Matos Moquete se empecina en llevar esta controversia al plano de la autoridad de los Padres de la Patria letrada, y esto inevitablemente conlleva el pensar también en el canon de la crítica literaria dominicana, así como en los lugares desde donde se produce esa crítica hoy en día.

Matos Moquete propone un canon curioso. Mete en el mismo macuto a los Henríquez Ureña, paradigmas de la escritura equilibrada y precisa, junto con críticos de una oscuridad supina como el propio Céspedes y Odalís G. Pérez. Asimismo, resalta en el panteón de la crítica nacional de Matos Moquete el nombre de Giovanni di Pietro, dueño de una ensayística de ribetes impresionistas a quien lo único que habría que agradecerle es el haber leído y resumido todas las novelas dominicanas. El último personaje al que quiero hacer referencia de este peculiar canon es Manuel Núñez. Mencionarlo en este apartado y no decir nada de su obra es ya decirlo todo.

Reconozco en el canon de la crítica dominicana de Matos Moquete intelectuales coetáneos de los que se aprende con deleite por cuenta de sus esmeradas y enriquecedoras lecturas de nuestro acervo literario. Pienso particularmente en José Alcántara Almánzar, Ángela Hernández, Silvio Torres-Saillant, Guillermo Piña-Contreras, José Mármol y Plinio Chahín. Ahora bien, ese canon habría que desbrozarlo y, sobre todo, actualizarlo con nombres que den cuenta de la heterogeneidad y fuerza de la producción crítica que se evidencia en la labor de plumas como la de Sophie Maríñez, Jochy Herrera, Jennifer Marline Rodríguez y Sandra Alvarado Bordas; o en la de jóvenes promesas como Eliud Encarnación Segura.

El trabajo de estos y muchos otros estudiosos de dentro y fuera de la Isla contribuye a expandir las coordenadas del estudio de nuestra literatura sin afanes dogmáticos. A fin de cuentas, si algún provecho ha de dejar este debate es la necesidad de superar la mediocridad y los modos paternalistas, sexistas y autoritarios del saber letrado en la República Dominicana.