El titán Prometeo era un dios rebelde, de esos que nunca faltan en toda mitología que se respete. Por lo que dice Hesiodo en su Teogonía sabemos que, cuando casi todo estaba creado, modeló con barro, con arcilla “una criatura a imagen de los dioses” e hizo que la divina Atenea le infundiera vida. Inventó, en definitiva, entre los griegos, esa plaga que llamamos seres humanos y para que no pasaran frío y pudieran cocinar sus alimentos robó para ellos el fuego del carro de Apolo, dios del sol, y pagó por cierto muy cara su osadía.
Zeus hizo que lo encadenaran a una roca y lo sometió a un suplicio que debía ser eterno. Un águila le devoraba el hígado o las entrañas que le volvían a nacer cada noche y que el águila volvía a devorar, hasta que un día Hércules (hijo adulterino y consentido de Zeus) mató al pajarraco de un flechazo y liberó al titán a cambio de cierta información.
Un hijo o descendiente de Prometeo llamado Deucalión, también se salvó milagrosamente de la cólera de Zeus por mediación de su ilustre progenitor, posiblemente en una época en que éste no había caído todavía en desgracia. Deucalión, junto a su esposa Pirra, protagonizan una conocida versión del diluvio, la misma que lleva sus nombres. Al igual que Utnapishtim en Mesopotamia y Filemón y Baucis en la misma Grecia, Deucalión y Pirra sobreviven a la catástrofe en una embarcación, aunque no fueron los únicos sobrevivientes. Fue un hecho afortunado, providencial, que redundaría en beneficio de la ciencia, de la filosofía y de las artes. Deucalión y Pirra, según la leyenda, son los padres de un cierto Hélen, el héroe que dio origen a las tribus de los helenos, que se asentaron en un territorio que llamaron y se sigue llamando Hélade. En cambio los romanos los llamaron griegos y al territorio Grecia.
Pero Prometeo es en gran parte culpable por haber desatado la ira de Zeus no sólo contra sí mismo, sino contra todos los seres vivientes, y la salvación de su hijo y de la esposa de éste constituye un favoritismo inexcusable. El fuego y las enseñanzas que puso en manos de los vulgares mortales los habían ensoberbecido. Los dioses eran irrespetados, la crueldad, la malicia, la traición, la violencia, la lujuria campeaban por sus fueros.
Zeus no aguanta más tanta impiedad y se reúne con el consejo de dioses mayores para someter a votación o por lo menos a discusión su muy sabia decisión de “arrancar la cepa de los hombres de raíz”, tal como se merecían y merecen. Triunfa la opinión del bando fundamentalista, pero algunos dioses protestan. Los hombres “llevan incienso a los altares, los honran, inflan sus divinos egos, con ellos y ellas se divierten”. ¿Quién podría sustituirlos? Por esta razón las súplicas de prometeo por su hijo y su compañera no caen en saco roto. A Deucalión y Pirra se les dará oportunamente aviso de la catástrofe que se avecina, y muy puntuales instrucciones.
He aquí una primera parte de la historia:
Deucalón y Pirra
Cuando habitaba sobre la tierra la humana generación de bronce, Zeus, el soberano de los mundos, a cuyos oídos habían llegado malos rumores de sus crímenes, resolvió recorrer la tierra bajo figura de persona humana. En todas partes, sin embargo, encontró que la verdad dejaba pequeño al rumor. Un atardecer, cuando ya el crepúsculo cedía el paso a la noche, entró en la mansión inhóspita del rey de Arcadia, Licaon, famoso por su ferocidad. Realizó varios prodigios para dar a entender que llegaba un dios y la multitud se hincó de rodillas ante él; pero Licaon se burló de aquellas plegarias piadosas. “¡ Ya veremos —dijo— si es un mortal o un dios!”, y resolvió en lo íntimo de su corazón dar muerte inesperada al huésped a media noche, mientras estuviese sumido en el sueño. Antes, sin embargo, sacrificó a un desdichado que le enviara como rehén el pueblo de los molosos, coció sus miembros aun palpitantes en agua hirviente o los asó al fuego y los sirvió para cena a la mesa del forastero. Zeus, que todo lo había penetrado, levantóse airado del convite y envió sobre el palacio del impío la llama vengadora. El Rey, consternado, huyó al campo abierto; el primer grito de dolor que exhaló fue un aullido, sus ropajes se convirtieron en vello, sus brazos en patas y quedó transformado en un lobo ávido de sangre.
Volvió Zeus al Olimpo y, habiendo celebrado consejo con los dioses, resolvió aniquilar aquella desalmada raza humana. Disponíase a esparcir el rayo por todos los países, pero le retuvo el temor a que se inflamase el éter y que el fuego prendiese en el eje del Universo. Dejando el rayo que le forjaran los cíclopes, decidió enviar a toda la superficie de la tierra lluvias torrenciales y destruir a los mortales bajo los aguaceros caídos del cielo. Inmediatamente fueron encerrados en las cavernas de Éolo, Bóreas y todos los vientos que ahuyentan las nubes, y sólo se dio salida al Austro, el cual se precipitó a la Tierra cargado de lluvia. Negro como la pez era su rostro pavoroso, cargadas de nubarrones sus barbas, el agua fluyendo de sus albos cabellos, oculta la frente tras un manto de niebla y con la lluvia manándole del pecho. Asióse a los cielos y sujetando con la mano las nubes suspendidas en vastas extensiones, comenzó a exprimirlas. Retumbó el trueno; un denso diluvio se desplomó del cielo; dobláronse los sembrados bajo la tempestad impetuosa. Desvanecióse la esperanza del campesino que veía perdida su penosa labor de todo el año. Poseidón, hermano de Zeus, acudió también en su ayuda en aquella obra de destrucción y, reuniendo a todos los ríos, díjoles: “¡Que vuestra corriente rompa todo freno, lanzaos sobre las casas, derribad los diques!”. Y ellos cumplieron su orden, y el propio Poseidón abrió con su tridente el seno de la tierra, dando, con la conmoción, vía libre a las olas.
De este modo, los ríos desencadenados invadieron los campos, inundaron los sembrados, arrancaron alamedas y se llevaron templos y casas. Si emergía un palacio, pronto el agua llegaba a su techumbre y las torres más altas se perdían en el remolino. Muy pronto no pudo distinguirse el mar de la tierra: todo era océano, océano sin orillas. Los hombres trataban de salvarse como podían; uno trepaba a la más elevada montaña, otro se refugiaba en un bote, bogando por encima de su hundida granja o de las colinas de sus viñedos, cuya superficie rozaba con su quilla. Extenuábanse los peces entre el ramaje de los bosques; el ligero jabalí huía ante la invasión de las aguas. Pueblos enteros eran arrasados por la oleada, y los que ésta perdonaba sucumbían a la muerte horrible del hambre en las cumbres de los páramos estériles.
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