Cuando pensamos en dilemas éticos en tiempos de pandemia, llegan a la mente los graves problemas que enfrenta el personal de salud, cuando tiene que decidir a quién atender y a quién no en momentos de colapso de los sistemas sanitarios. Al respecto podemos encontrar diversidad de escritos y reflexiones que son, sin duda, fundamentales al pensar en ética en tiempos de pandemia. Sin embargo, me gustaría centrarme en dilemas éticos de las vidas pequeñas, es decir, de esa gran parte de la población que no está en la primera línea de atención, pero cuyas costumbres y hábitos han sido transformados de manera abrupta y se enfrenta constantemente con mandatos distintos -a veces contrarios- a sus propios sistemas de valores.

En las recién terminadas fiestas de navidad y fin de año esos dilemas éticos estaban a la orden del día: ¿Ir o no al campo a ver a la mamá? ¿Hacer o no encuentro de fin de año con la abuela de 80 años? ¿Reunirse o no con el hermano o el hijo o la prima que no toma medidas de distanciamiento físico? Y esas dudas, tomaban forma de conflictos entre familiares: quienes abogaban por una cosa o por la otra. Desde el punto de vista ético, no es tan sencillo, como a veces se presentan las moralizaciones por redes sociales de que hay quienes son “inconscientes” y no valoran la vida y luego están las personas “conscientes” que sí se cuidan. Hay temas económicos y de relaciones de poder entre las familias que juegan un rol. Y, en términos de valores, en el caso de las fiestas identifico tres que rondaban en el imaginario de muchas personas y que se confrontaban con el de la propia seguridad: el valor de la tradición, el de la cortesía y el de carpe diem.

Para muchas personas, casi más que el sentido religioso de las fiestas está el peso de la tradición de reunir a la familia, hacer algo especial, despedir el año. Particularmente en estos tiempos extraños, celebrar significaba para ellas conservar algo de sentido en medio del caos. Para otras personas pesaba más la cortesía o la amabilidad: sabían que reunirse hacía feliz a la madre o al abuelo o a la tía y siguieron el juego para complacerles. Tal vez querían llevar los protocolos, pero temían ofender a la prima que se les abalanzó a darles un beso. Tal vez no querían invitar a un tío que no se cuida mucho, pero tampoco lo querían hacer sentir mal. Por tanto, no es simplemente gente que “no se cuida”, sino que se confrontan con dilemas morales, pues hay valores propios que de pronto no están del todo armonizados: ¿priorizo la amabilidad o el autocuidado? ¿es más importante la tradición o la seguridad? ¿qué me da más miedo: la soledad y rechazo de la familia o la enfermedad?

Recuerdo una frase de la película La chica del dragón tatuado, dirigida por David Fincher (2011); es algo que dice el asesino sobre cómo consigue arrinconar a muchas de sus víctimas: “Es difícil de creer que el miedo a ofender puede ser más fuerte que el miedo al dolor, pero ¿sabes qué? Lo es”. En este contexto de la pandemia es bueno preguntarse: ¿Acaso nos solemos poner en riesgo para no ofender a otras personas? La realidad es que hay unos códigos de amabilidad y cortesía caribeñas, de vínculo entre la gente y decencia que se rompen o transforman por las medidas de distanciamiento físico. Es lo que hace a veces tan difícil que tu abuelo o tu padre se ponga la mascarilla para hablar con la vecina o con el compadre. Casi que lo sienten como una ofensa. ¿Cómo voy a hablar con mi compadre con una mascarilla puesta? ¿Cómo no lo voy a invitar a tomarse un café? Les suena absurdo tanto “protocolo” entre amistades. En personas más jóvenes esto se puede mezclar con la presión social por “encajar”: si nadie más usa la mascarilla, entonces yo tampoco; si todas mis amistades están de fiesta, entonces yo también.

El otro valor que está en el imaginario de mucha gente es el mandato de “Carpe diem” o aprovechar el hoy y disfrutar de la vida. Hay gente que ve absurdo dejar de sentir placeres hoy por un mañana que aún no existe. Pero esto también trae sus dilemas: ¿y si mi gozo trae enfermedad a quien quiero? O tal vez podemos identificar un falso dilema: ¿quién dijo que no puedo gozar el presente cuidándome para el futuro? ¿es posible armonizar estos valores?

Cuando enfrentamos dilemas internos o conflictos de valores con nuestras personas queridas lo más útil es la reflexión crítica y consciente sobre qué estamos priorizando en un momento determinado, poner sobre la mesa los valores para que podamos preguntarnos en voz alta ¿qué está en juego? ¿qué es lo importante en este momento? ¿qué es lo conveniente? ¿cómo nos afectan mutuamente nuestras decisiones? El carácter individual y grupal se fortalece con la reflexión consciente, para que la amabilidad no raye en sumisión, la tradición en yugo, el gozo en egoísmo, ni el autocuidado en miedo, rigidez o moralismo.

En nuestras vidas pequeñas esto es ya bastante complicado, pero es algo en lo que la racionalidad, el autoconocimiento y la comunicación nos pueden auxiliar sin duda. Ahora bien, la cosa es más compleja aún, pues constantemente nos enfrentamos con medidas desde el Estado que no son del todo congruentes. Esto también afecta nuestras decisiones individuales y sobre ello será el próximo artículo.