Más que páginas, son techos. También ventanas. Te protegen, los incluyes en tu alma, son las palabras que te sostienen, te iluminan.
El Padre Jesús Hernández tuvo la extraña capacidad de estarse multiplicando a cada instante. Si hubo hacedores de lluvia en algunas tribus extraviadas, lo suyo fue el estar buscando y poniendo libros en sus estantes, esa insaciable búsqueda del último título de filosofía en España, en las embajadas, en las ferias del libro, a todo aquello que oliera a papel encuadernado con ideas.
Cuando lo visitabas en la Biblioteca Antillense, siempre estaba a punto de salir para Aduanas para buscar algún envío, a llevar una carta pidiendo apoyo para pagar facturas, lidiando con los funcionarios de Cultura o Educación o del Ayuntamiento o de Indotel o imagínese usted para que le pagaran a un empleado o le arreglaran un aire o habilitaran unas computadoras para los usuarios.
Los fines de años eran su época más festiva. A las celebraciones de navidad se le juntaban los catálogos de los libreros españoles con las novedades a buen precio. El padre daba el tablazo. “Que tengo una deuda de 10 mil euros” no dejaba de ser una de sus frases habituales. “Que tengo que enviar estas cartas para pagar estas facturas”, era otra, también consuetudinaria.
La Biblioteca Antillense ha sido el gran monumento histórico del libro en nuestro país. Digo “monumento” porque no solamente se trata de libros. Detrás está una historia que comenzó cuando el padre Chús cumplía sus servicios eclesiásticos en Cuba a principio de los 60. En aquellos años duros el padre y buenísima parte de la congregación fueron expulsados por la Revolución. El padre se fue con sus libros a Puerto Rico. Cuando también las aguas subieron cerca del cuello en la Isla del Encanto, el padre encontró su refugio final en Santo Domingo, dentro del Colegio Don Bosco.
La Biblioteca Antillense lenta y consistentemente se fue convirtiendo en un santuario del pensamiento. Era habitual encontrarse con todas las ediciones imaginables del tomismo al lado de las obras más extensas del marxismo. El Padre Chus Hernández invirtió todas sus energías en buscar libros. A veces ni estantes había, pero él seguía buscando recursos para comprar, encuadernar, solicitar, fotocopiar. No bien le decías que buscabas algo, y en par de semanas el Padre ya había conseguido alguna fotocopia en la UASD o en el Archivo. Tal confianza y accesibilidad generó que viejos lectores piadosos comenzaran a donar sus bibliotecas.
Espacio de libros, pero también de encuentros, la Biblioteca y el Padre siempre tenían tiempo para todos. Los sábados era el día mágico, porque sólo íbamos sus amigos.
Todo en el padre respiraba piedad y amor. Los días más duros eran los de su ausencia, cuando tenía que tomarse un respiro y en aquella España profunda visitar a sus familiares, todos dedicados a las obras del Señor.
Hace ya poco más de un año que el Padre Jesús se nos fue para Jarabacoa, a la residencia salesiana. Ya se había caído varias veces, ya estaba físicamente muy cansado, a pesa de la luz en sus ojos y esa voz cada vez más en un tono menor.
Desconsuela ahora saber que ya no lo veremos más.
Alivia, sin embargo, pensarlo, recordarlo, compartiendo esa pasión suya por los libros, que es una manera de ampararse en conocimientos que acercan, liberan, aligeran, nos permiten situarnos en la belleza de la vida.
Desde que conocí al Padre Jesús no dejé de agradecerle en cada publicación de Ediciones Cielonaranja por su constante apoyo.
En medio de esta selva que es el país cultural dominicano, del Padre Jesús Hernández fue como la constancia de que algo bondadoso, con todos y para todos es posible.
Y ahora, acercándonos más a usted, Padre Chús, me gustaría preguntarle, ¿adónde ir ahora con estos libros?
En el 2009 escribí sobre el Padre Jesús Hernández y la Biblioteca Antillense el siguiente texto: https://hoy.com.do/cielo-naranjala-biblioteca-antillense-salesiana-un-verdadero-faro/