Uno de los motivos que tuve para abandonar el estudio universitario de la teología y decantarme por la filosofía y, de manera concreta, por el estudio de las religiones fue mi gran interés por la comprensión de los fenómenos religiosos y las creencias individuales y colectivas. No pude encontrar en la teología una capacidad crítica tan radical como la que yo estaba buscando. Si quería ser un buen teólogo  —me decían mis profesores y también los manuales y documentos eclesiales— debía estar al servicio de una verdad revelada, es decir, debía partir de un dogma, de una creencia. Sin embargo, mi espíritu no estaba satisfecho con esta exigencia. Necesitaba abandonar cualquier tipo de supuesto y de postura pre-crítica. En mi opinión, de nada servía mantener una supuesta actitud crítica si ya, desde el principio, no podía poner en duda un gran número de verdades. Este apunte autobiográfico me parece que ilustra la diferencia fundamental que existe entre la teología y la disciplina científica encargada del estudio de las religiones.

Según el teólogo Jean-François Malherbe (1950), el motivo por el que surge la teología es que el creyente no dispone en el ámbito de la religión de un lenguaje apropiado para hacer transmisibles sus experiencias religiosas, de modo que necesita tomar prestados los términos de la ciencia y de la filosofía. Esto con el propósito de dotar al discurso religioso de un rango de objetividad similar al que tienen la ciencia y la filosofía. De no hacer esto, el núcleo fundamental de la teología, el cual es la fe en la revelación de la divinidad, no sería transmisible. Esta es la perplejidad radical a la que se enfrenta el creyente a la hora de hacer teología: se ve impelido, casi obligado, a transmitir algo que, de por sí, es intransmisible. Y, en la medida en que hace transmisible ese lenguaje utilizando procedimientos científicos o filosóficos tiende a desvirtuarlo o, al menos, a no mantenerlo en su integridad originaria.

Puesto que la teología parte de la suposición de la verdad de un dogma, pronto aparecieron alternativas que quisieron superar aquello —es decir, el dogma— que aparecía como un escollo en la objetividad y honestidad intelectual del investigador. A esto obedece el surgimiento de una disciplina encargada del estudio de las religiones en el siglo XIX (esta disciplina ha recibido varios nombres: Estudio de las religiones, Historia de las Religiones, Religiones Comparadas, Ciencias de las Religiones, etc.). La teología no era un punto de vista lo suficientemente objetivo como para poder ser considerado científico y universalizable. Máxime cuando enfatizaba, como representante de una creencia —el cristianismo—, su superioridad frente a todas las creencias existentes en el planeta. Con todo, muchos de los primeros investigadores de los fenómenos religiosos fueron los misioneros cristianos, de ahí que una gran cantidad de los trabajos etnográficos que tenemos a nuestra disposición están condicionados por el sesgo cristianocéntrico.

Esto sigue vigente hoy en día. Y no solo puede verse en contextos teológicos cristianos, sino también en los de otras confesiones religiosas, díganse budistas, islámicas, hinduistas, etc. Esto ha conducido, a su vez, a una confusión muy grande sobre la diferencia que existe entre estudiar lo que se cree y estudiar creencias sin enseñar a creer.

Frente a esto, la disciplina de las ciencias de las religiones aparece como un tipo de estudio fundamentalmente distinto de la teología: mientras que un estudioso de las religiones puede adoptar cualquier punto de partida que considere oportuno para realizar sus análisis con la máxima eficacia, el teólogo debe partir de un depósito (depositum fidei, dicho en términos cristianos), que no puede cuestionar y que, por tanto, sesga todo análisis posterior.