Hay una diferencia abismal entre la crítica y el ataque a un gobierno. Por lo general, la primera proviene de los medios independientes cuando se hacen señalamientos a una conducta pública o a una política determinada.
Se da en forma de editoriales, reportajes y frecuentemente en artículos de fondo o columnas como esta. En el fondo las críticas a una administración son inofensivas y tratan muchas veces, en verdad no siempre, de advertir acerca de un camino errado o una decisión injusta.
Cuando es ejercida con independencia de criterio, es de un valor extraordinario y algunos presidentes inteligentes han usado esas posturas en su contra en beneficio de sí mismo.
En situaciones de fuerte cuestionamiento sobre el estado de derecho o el respeto a los derechos humanos, pueden apelar a sus críticos como muestra de su observancia a las reglas de la convivencia democrática.
Con escasas excepciones impuestas por la necesidad, la crítica independiente se ocupa principalmente del respeto a la transparencia propia del buen gobierno.
Otra cosa es el ataque, el lenguaje natural de la oposición que busca en los errores gubernamentales una razón para ganar espacio político y asumir el mando.
El peor de los ataques es el que surge de las entrañas del régimen, al denunciar males, conductas impropias y violaciones a la ley, poniendo en entredicho la seriedad y legalidad de un gobierno.
Como por ejemplo, cuando un senador oficialista denuncia oscuras vinculaciones del narcotráfico con autoridades o cuando un asesor presidencial señala públicamente que "mafias extranjeras y locales" se han adueñado de las costas nacionales.
Peor aún, cuando se afirma desde el mismo corazón del gobierno que no se le hace caso a esas advertencias. Como se puede observar hay una enorme diferencia entre una crítica independiente y un ataque desde el mismo litoral oficialista.