Al juramentarse, el presidente Medina dijo que su gobierno estaría cimentado en tres grandes  pactos, uno de los cuales, el de educación, sentaría las bases del desarrollo definitivo, si bien esas no fueron exactamente sus palabras.  Como muestra de ese compromiso, que el país saludó alborozado, anunció el fin de la ilegalidad que siempre significó la renuencia de su antecesor, de reconocer la  ley general  sobre el sector que asigna a la educación preuniversitaria en el presupuesto nacional  el 4% del Producto Interno Bruto.

Dentro de su ambicioso programa para impulsar la calidad de la educación pública, se anunció la construcción de diez mil aulas en un enorme esfuerzo que quedaría sellado en noviembre de este año. La meta era un desafío a la capacidad material para cumplirla y de este modo el gobierno, obviamente sin proponérselo o medir las consecuencias, se auto impuso una camisa de fuerza, que no ha dejado de apretársela desde el momento mismo en que se hicieron evidente las dificultades para alcanzarla.

Resulta difícil entender porque el hecho de que la cantidad anunciada no pueda ser terminada en la fecha indicada, se baraje o discuta en la propia esfera oficial como si fuera un tropiezo, y se busquen pretextos o justificaciones que sólo consiguen complicarles las cosas. A mi entender, lo importante es que esa meta, sin duda de enorme trascendencia para el sector educativo y el mejoramiento del nivel de calidad de la enseñanza pública se logre, sea en noviembre, diciembre o a mediados del año entrante. A fin de cuentas, lo que debería importarle al gobierno es que la sociedad valore su esfuerzo y el compromiso de llenar dicha meta con la transparencia y la honestidad a la que la administración está obligada con la república.

El problema de la educación pública no reside sólo en la escasez o mal estado de los planteles, pero conjurar ese déficit sería ya un buen salto.