A Roberto Guzmán, con afecto.
No comparto los prejuicios de muchos contra las “malas palabras”: son excelentes. Los “dichos” nos llegan con frecuencia desde la antigüedad más clásica. Son las únicas que permiten expresar emociones intensas. Son una válvula de escape: preservan nuestra buena salud. Y en momentos en que nuestra situación es más frustrante que nunca, el uso de los dichos se hace imprescindible.
Las palabras son todas buenas. Las palabras trascienden todo juicio moral. Las palabras son simples herramientas. Un cuchillo no es bueno ni malo. Igual corta una piña que un pescuezo. Es la intención de la mano la que está sometida a la ética. Por eso, no discrimino las “malas palabras”. Los “dichos” no son parias en mi vocabulario. Y existen buenas razones para ello.
En primer lugar, muchos de ellos tienen una larga historia. Nunca ha dejado maravillarme el que nuestro muy socorrido “coño” viene del latín más clásico: cunnus, cono. Así llamaban los romanos a la vulva, en razón de su forma de cono invertido. Pocos saben que, aunque no se le considera como un “dicho”, nuestra consabida “vaina” viene también del latín vagina, que no precisa traducción. Lo mismo sucede con nuestro nacional “carajo”. Pocos conocen su acepción original: miembro masculino. Viene, según algunos, del latín characulum, estilete utilizado para grabar, perforar o escribir por incisión. Es un símbolo fálico evidente. Hace siglos que el Imperio Romano desapareció, pero el “coño”, la “vaina” y el “carajo son eternos.
La absurda aversión que sienten muchos por las “malas palabras” explica las sesenta páginas de eufemismos para “carajo” que recoge Cela en su excelente Diccionario Secreto (Cela los llama ñoñismos): caramba, caray, caracas, cáspita, recáspita…Lo mismo pasa para mierda (miércoles, mierquina…) y para coño (contra, cógelo, cojollo…)
No hay palabras tan versátiles y tan necesarias como los “dichos”. Si ellos, no podríamos expresar nuestras emociones más intensas. Un buen ¡Coño! Expresa la sorpresa, el enojo, el regocijo, el tedio o cualquier otro sentimiento mejor que todas las demás palabras de la lengua. Incluyendo la frustración. Y aquí quería llegar.
La frustración que provoca el caos en que nos tienen sometidos nuestros políticos es grande. Y si nos abstenemos de tirar nuestros dichos, corremos el riesgo de morir a causa de un infarto o de un aneurisma. Debemos entonces, despojarnos de prejuicios para mantener la buena salud, tirar nuestras palabrotas y mandar al carajo los que nos consideren como vulgares.
Enrique Pinti, gigante del humor político, “boca de letrina” confeso, denuncia con lucidez en uno de sus monólogos la absurda, hipócrita e ingenua fobia a las malas palabras (traduzco libremente del “argentino” al “dominicano”):
“En esta Argentina de corruptos, de maestros mal pagos, de jubilados hechos mierdas y cagadas de gente que entra por una puerta y sale por la misma puerta sin nadie que pague por los crímenes, en esta Argentina hay gente que se sigue escandalizando por las malas palabras ¡Con todo lo que hay para escandalizarse! Los gobernantes que tuvimos nosotros, ¿Cuándo dijeron una mala palabra en público? Nunca y, sin embargo, nos hundieron. Mientras se siga diciendo "es un mal ejemplo para la juventud escuchar las malas palabras" nos seguirá pasando. Porque el mal ejemplo para la juventud es que un carajito de 8 años vea que su abuelo o su abuela que trabajaron honradamente toda la vida terminan siendo mendigos, mientras que los que roban y estafan tienen los bolsillos llenos. Eso es mal ejemplo para la juventud, y no mandar al coño de su madre al que lo hace”.
Por eso creo en el doctor Fadul y no en Leonel Fernández. Por eso creo que la Comisión Nacional de Espectáculos públicos debe dejar tranquilos a reguetoneros y a raperos y prohibir la radio y la televisión a los corruptos, por indecentes.
En alguno lado leí que el secreto de la felicidad es mandar a la mierda al que nos jode. La felicidad es la meta en la vida. Seamos felices y gritemos: “¡A la mierda, corruptos!” Con palabras, pero sobre todo con hechos.