Sobre el periodismo crítico que muchos medios y periodistas ejercen para honra del oficio, es bien cierto que los cambios experimentados por la sociedad alejaron el fantasma de la fuerza bruta, pero la intolerancia viste otros ropajes y se oculta casi siempre detrás del disfraz de la complacencia, lejos incluso de los centros de poder político.

Esos cambios y el proceso de globalización les cerraron las puertas en muchas partes del mundo a los censores y ya  resulta muy difícil clausurar diarios y encarcelar periodistas por el sólo hecho de ejercer la libertad de expresión y criticar las políticas gubernamentales. De todas maneras, ahora en los tiempos mejores como en las épocas malas, he disfrutado profundamente de este oficio, primero como reportero, luego como corresponsal y finalmente como columnista, viviendo conforme a las limitadas expectativas económicas que esa práctica permite. Cuando los cambios de formato forzaron la salida temporal de esta columna, escrita con ligeras interrupciones desde septiembre de 1978,  escribí que había quedado en posición de observar con mayor objetividad el acontecer nacional.

Obligado a opinar sobre ella con la asiduidad que requiere una columna diaria, me le acercaba demasiado. Me alejaba, asimismo, de los temas fundamentales que afectan directamente a la gente que la leía. El dolor de seguir escribiendo a diario consiste en entender que en lugar de interesarme por las lágrimas de un niño o por el dolor provocado por la partida de un padre o una madre, sigo de alguna forma obligado a tratar cosas tan irrelevantes como el discurso insulzo del liderazgo político nacional y cuanto ocurre a su alrededor. De todas maneras, cuando decida o decidan liberarme de esta obligación asumida voluntariamente y con pobre remuneración me aburriré. Los años me han convencido de que el periodismo es una especie de adicción como cualquiera otra.