El domingo día del padre pasado fui con la novia y los suegros a un Walmart en New Jersey. El papá quería comprar una manguera larga que él mismo no sabía para qué la quería; nuestra relación suegro-yerno salió fortalecida, lo ayudé a elegir una al ojo por ciento. Por un momento sentí que habíamos obviado por lo menos un atributo en nuestras alabanzas al tupper ware. Cuando le pregunté a la novia por qué había planificado este brusco acercamiento familiar, me dijo que era eso o visitar un primo segundo enfermo interno en el Saint Barnabas Hospital, que ella estaba loca por terminar conmigo.
La novia es flaca y, sin embargo, la mamá es gordísima y, sin embargo, yo creí ver a la novia en una foto antigua en un marco encima de la televisión y le pregunté que cuándo había sido eso y, sin embargo, me contestó sin inmutarse que esa no era ella, que esa era su mamá y, sin embargo, la mamá de joven era igualita a la novia y, sin embargo, ahora, de perfil, se parece un chin chin chin a un manatí con unas libritas de más.
Después de pasar tres horas con el suegro traduciendo al español las instrucciones en las cajas de los taladros industriales, tratamos de ubicar una caja sin una fila muy larga, o una donde haya alguien que parezca dominicano, preguntarle que de qué campo es, y aceptar su invitación de colarnos. Me cuidé mucho de no pasar ni cerca por el “Pasillo de Años Perdidos”, ese pasillo que tienen todos estos malls gringos donde los hombres inmigrantes con más de cuarenta años que, como diría Onetti, no han hecho nada extraordinario en sus vidas, desaparecen sin dejar huellas; reapareciendo ya ancianos y sin jubilación, aunque hablando como un ciudadano de la CIudad De Cristal:
"Welcome to Walmart.
Yes.
Thank you for coming.
Yes".