Estamos viviendo un avanzado proceso de desarticulación y degradación moral de la familia, pilar fundamental del desarrollo progresivo de la sociedad, no importa su régimen político. Parece que comenzamos a olvidar que en el seno familiar se forma nuestra personalidad, es decir, se forja el conjunto de rasgos que hacen de un individuo un ser único, original, distinto de los demás, asombrosamente irrepetible en dos vertientes excluyentes: virtuoso y ejemplar, o deshonrado y desprovisto de todo sentido de solidaridad y responsabilidad con su familia y los demás.
Los padres tenemos que ver de manera determinante con el comportamiento moral y responsable de los hijos, desde los primeros años, especialmente cuando toda esta andanada de cambios tecnológicos y bruscas rupturas en las actuaciones sociales que conocíamos, ponen en tela de juicio, en muchos sentidos, nuestros roles tradicionales.
Al margen de la importancia crucial de las madres, guías, orientadoras, fuentes de afectos y comprensión incondicionales, oasis de valores y forjadoras de hombres de bien, debemos de alguna manera mantener y fortalecer nuestra trascendente gravitación en el desarrollo sano de la personalidad de nuestros hijos.
Y lo digo porque, en términos generales, estamos perdiendo el sentido de la enorme importancia del cumplimiento cabal de los compromisos familiares, y ni hablar de las obligaciones que nos corresponden de manera individual para alcanzar una sociedad mejor, menos expuesta a las acechanzas malsanas, más integrada, articulada, ordenada y sabiamente direccionada.
De manera particular, menospreciamos el tiempo de calidad que estamos obligados a invertir en nuestros hijos. Ese tiempo es un factor muy importante que ayuda a predecir muchas de las habilidades cognitivas que deseamos adivinar en ellos, especialmente verbales, en las que tantas deficiencias advertimos en los niños y jóvenes de estos tiempos.
Sin lugar a duda, el cumplimiento cabal y consciente del compromiso multiarista que tenemos en el desarrollo de nuestros hijos puede dar como resultado frutos sanos extraordinariamente excepcionales; pero las consecuencias del ausentismo y del dejar hacer pueden tener, sin exageración, consecuencias catastróficas.
La laboriosidad y disciplina; la espontánea solidaridad con la madre en las faenas y obligaciones cotidianas; el acompañamiento solidario y orientador en los momentos difíciles y confusos que pueden vivir nuestros hijos en diferentes momentos de su desarrollo; la frecuencia de la interacción que propiciamos con amigos y familiares que entendemos pueden agregar valor a los valores que tratamos de enraizar en la descendencia; la vigilancia esmerada pero no exagerada del contexto externo; la autoridad que ganemos por el reconocimiento merecido de terceros; el apego a las normas básicas que ahora se están olvidando; el orden y la comunicación; la confianza y el afecto que podamos expresar y desbordar en apoyos y reconocimientos, y también en reprimendas ante los desvíos, graves y leves, pueden determinar grandes dividendos no solo para nosotros los padres, sino para toda la sociedad.
Lo cierto es que nada de esto podría funcionar si la relación de pareja es un caos y no se respetan los límites ni se comparten los objetivos y las metas de ellos derivados. Los distanciamientos en el mismo hogar, las discusiones estériles y violentas, la falta de un régimen disciplinario básico y de ejemplos motivadores, la creciente población de padres mudos y la no multiplicación deliberada de los momentos felices, pueden marcar la diferencia fatal.
Estamos hablando de situaciones en que ambos padres están presentes. Esta no es la situación dominante en la sociedad actual. Sabemos que el número de madres solteras es abrumador, tanto, como impactantes son las estadísticas que indican que los criminales y toda una suerte de seres humanos descarriados y enfermos, provienen de familias cuyo principal (y no subsanable) déficit es la ausencia de la figura paterna.
En este punto, quiero que recordemos algo fundamental en nuestros roles como padres responsables: la familia no solo es buena para la sociedad porque lo diga la Constitución, y obviamente debe serlo de manera creciente en ese sentido colectivo que ella le atribuye, sino que es la mejor instancia social para la orientación responsable y el desarrollo edificante e integral de nuestros hijos.
¡Pero la familia está perdiendo personalidad propia y también aquella admirable fuerza moral que tenía hace unos decenios! Nadie se detiene a pensar por un momento que este es un desastre que puede acarrear la pérdida irremisible de toda la sociedad.
En mi caso, los gratos recuerdos familiares me siguen a todas partes. Los días de pesca junto a mi padre, la angustia de sus ausencias prolongadas, su autoritarismo y verticalidad, los abrazos y besos siempre esperados que nunca llegaron.
En relación con esto último debemos decir que no hay un abrazo que haga más falta que el abrazo que el padre nunca regaló a sus hijos. Y ello no es menos cierto cuando hablamos de las madres, cuyo comportamiento agresivo, violento o nulamente afectivo, casi siempre está presente en todas las conductas amorales y criminales.
Padre y madre son una única y mágica unidad que puede desencadenar talentos excepcionales y asegurar a la sociedad hombres de grandes valores. Deberíamos celebrar todos los años un único día de los padres, entendiendo con ello las madres incluidas. No aceptamos la separación formal de dos celebraciones en los roles de los protagonistas son profundamente complementarios e igualmente cruciales.
Todo lo escrito son las reflexiones de un padre que vive con fuerza y entusiasmo la felicidad y el compromiso sagrado de serlo. No necesito las felicitaciones de mis hijos este día marcado como de los padres; ellos me felicitan con sus realizaciones todos los días y es verdad que bien pudieran entristecerme con sus rezagos o malas obras, algo que espero nunca ocurra.
Vivamos, pues, para nuestros hijos y preservemos con ello a nuestro país, que es nuestra familia más grande.