Los  profesores se caracterizan siempre por su costumbre de corregir.  Tienen la manía de advertir, amonestar, llamar la atención donde quiera que se encuentren. ?

 

Hasta hace relativamente poco tiempo el Día del Maestro – 30 de junio – era una festividad en nuestro calendario no solo recordada y celebrada por toda nuestra población estudiantil sino que involucraba a su vez importantes sectores de la sociedad civil, no resultando extraño que en los centros comerciales – tiendas, bazares, librerías, ferreterías etc. – se habilitaran áreas específicas y contrataba personal suplementario tanto para atencionar a quienes íbamos en busca de modestos presentes como para la envoltura de los mismos.

Aunque el donativo consistiera en un simple juego de vasos, estilográficas Esterbrooks, una novela de barata edición o una humilde vajilla de plástico, procurábamos superar la pobreza de la dádiva con la vistosidad de un reluciente papel celofán y una pomposa moña, pues su recipiendario representaba para la generalidad del discipulado de entonces como un padre sustituto, que si bien no nos había dado la vida nos dispensaba a cambio los conocimientos y el aprendizaje de normas de comportamiento útiles para el futuro desenvolvimiento de nuestra existencia.

En los últimos tiempos los calendarios están llenos de celebraciones profanas antes no contempladas al extremo que con el paso de los años no bastarán los 365 días para conmemorar los mas disimiles hechos o cosas: en mayo tuvimos el Día del asma, del reciclaje, de la hepatitis, de la diversidad biológica, de África y de la nutrición entre otros, y en junio: de la lengua rusa, de las remesas familiares, del trabajo infantil, del refugiado, de las personas sordo-ciegas, del Orgullo gay, de las viudas y hasta del apoyo a las víctimas de la tortura.

Estas insólitas evocaciones junto al progresivo deterioro de la disciplina estudiantil y  a las insuficiencias y limitaciones de los profesores en todos los niveles de enseñanza  – del primario al universitario -, han despojado al Día del Maestro del esplendor y significación que antes le distinguía  y su celebración,  por las deficiencias antes citadas, está circunscrita a ceremonias de reconocimiento a profesores jubilados  o ya fallecidos pero casi nunca son actos de recompensa o gratitud hacia los que aun están en servicio.  Son en realidad hechos protocolares, no festejos multitudinarios.

Ningún movimiento callejero o comercial hace hoy sugerir que el 30 de junio sea el Día del Maestro como enantes sucedía, y si los lectores de este artículo están tan convencidos como su autor del rol protagónico, estelar, que desempeñan los profesores quienes en buena medida asumen en nuestra mente el papel de un padre de crianza, asistimos con pena y tristeza a la escasa importancia que actualmente se le concede a su rememoración, estando muy a la zaga con respecto a otros como el Día de las secretarias, de los enamorados y el denominado viernes negro.  El Día del Maestro está tan relegado como el Día de San Andrés y el miércoles ceniza.

Como algo indeleble,  desde niños nos impacta el aspecto físico, emocional, el lenguaje corporal, los silencios y hasta la forma sonreír y hablar que tienen nuestros profesores a quienes en el subconsciente comparamos siempre con nuestros padres, y como la censura, la exhortación y la corrección son métodos muy socorridos por ellos durante la enseñanza primaria en particular, al verlos fuera del aula nos provocan por lo general una temerosa aprensión, un pánico difuso, un respeto tan reverencial como si de un sacerdote o una autoridad gubernamental se tratara.

No olvido a una de mis maestras en la escuela primaria “María Trinidad Sánchez” o simplemente  “Hermanas  Liz”  de Santiago – hoy inexistente – llamada Ana Antonia Liz  que al visitar los domingos a una amiga debía pasar por obligación frente a mi casa.  Al avistarla, y como si fuese un alistado frente a un general de brigada, adoptaba de inmediato una hierática postura de franca sumisión, abandonaba por momentos el juego callejero donde participaba y hasta me imponía mirar fijamente el pavimento para evitar verle la cara.  La servicial obediencia que le tributaba en clases se extendía a la vía pública.

En esta siempre recordada escuela santiaguense la directora o responsable de preservar la disciplina era la tristemente célebre señorita Luisa Liz – murió centenaria – hacia quien más que admiración o acatamiento nos inspiraba un terror vecino al sobresalto, y cuando como un indio sioux o apache se ponía parte de la mano abierta dentro de la boca – mordiéndose  el índice y el mayor – como señal para castigar con bofetadas la transgresión de un compañero de curso, aquello desataba una especie de pavor infernal dentro del alumnado.  Un pequeño recinto llamado “La Covachita” se utilizaba como celda de castigo al infractor.

Los profesores de primaria, intermedia y secundaria por más severos y represivos que fueran – y a veces por esto mismo – con posteridad y paradójicamente son recordados con agrado por sus discípulos, debido a que en cierta medida son testigos de excepción de una época en que éramos vulnerables, soñadores de quimeras luego negadas por la realidad. Me cuentan de una implacable e inflexible maestra en los años sesenta de la vieja escuela Paraguay – San Luis  con Restauración – que ha sido varias veces invitada con gastos pagos a New York por sus ex-alumnos allí residentes que sufrieron en carne propia su rigurosidad magisterial.

Los niños, adolescentes y jóvenes a menudo somos muy crueles al juzgar los rasgos somáticos de sus enseñantes, sus predilecciones, insuficiencias formativas y ciertos aspectos de su personalidad, y es en función de estas tempranas percepciones que la gran mayoría de ellos resultan motejados por sus discípulos al extremo que tiempo después de dejar de ser sus alumnos nos resulta difícil recordar sus nombres de pila aunque jamás olvidamos los apodos o sobrenombres con que antaño fueron bautizados.  Omito citarlos al considerar que algunos pueden ser conceptuados de injuriosos a su figura o memoria.

Aunque se afirma que los mejores alumnos son aquellos que apuñalan a sus maestros, es decir, que con el tiempo impugnan o desestiman las enseñanzas recibidas por ellos, a la generalidad de los pedagogos escolares los apreciamos y valoramos más a medida que transcurren los años, y a pesar de que algunos por la complejidad de la asignatura que impartían o por su carácter coercitivo nos disgustaban en aquel entonces, lo cierto es que nuestro juicio valorativo siempre mejora con la posteridad. La severidad pasada la interpretamos luego como un esfuerzo, un afán para que aprendiéramos.

No resulta nada extraño que ya en la secundaria o en la Universidad un alumno/a enamore secretamente de un profesor/a y que con el paso del tiempo aquel amor lo consideremos como una enajenación, una seducción surgida de la erotización corporal que padecíamos, así como también del encantamiento natural que cualquier autoridad o superioridad jerárquica desencadena.  He conocido en la UASD varios matrimonios producto de aquella juvenil pasión siendo variable su duración en el tiempo.

Me he percatado durante la celebración de encuentros promovidos por antiguos compañeros de pupitre, que no obstante el exultante regocijo por el avistamiento de ex-alumnos a quienes por décadas teníamos en paradero desconocido, ante algunos nos comportamos como si fueran verdaderos extraños, unos extraterrestres, pues en estos casos la orientación de sus respectivas existencias y el espacio donde éstas se desenvolvieron imposibilitaron el más mínimo contacto amistoso.  Un saludo protocolar y unas breves palabras –  incluso ni esto –  resumen el desencuentro.

Todos conocemos a ex-condiscípulos,  que a causa de su éxito profesional o haberse económicamente enriquecido en el comercio o la política desdeñan cualquier tipo de acercamiento hacia los profesores que tuvieron en la pubertad o la adolescencia, al erróneamente considerar que no haber ascendido en su posición socioeconómica es un indicativo del fracaso existencial de sus pedagogos de otrora quienes por esta frustración deben ser desestimados.  También toman esta actitud ante los compañeros de curso que no han “triunfado” en su vida.

Con este artículo aspiro ofrecer mis respetos a los históricos profesores que en diversos niveles de enseñanza me parecieron los mejores pedagogos que tuve como estudiante, y en razón de haber transcurrido ya 41 años de recibirme como Doctor – Ingeniero en la Facultad de Ciencias de la Universidad Pierre y Marie Curie en París, Francia, lamento expresar que el mismo consistirá en un acto póstumo al haber fallecido la casi totalidad de ellos.  Que sean entonces sus descendientes sus beneficiarios.

En primer lugar citaremos a la señorita Luisa Liz que desde 1949 al 1952 personificó para mí la enseñanza primaria – leer, escribir, contar, aprender la tabla, amarrase los cordones, decir la hora etc – y no obstante sus jurásicos procedimientos de corrección y castigo típicos de la época y la edad que teníamos – jamás yo sería  maestro de niños o infantes – debo reconocer que su férreo didactismo,  corolario del refrán “la letra con sangre entra”,  me inculcó la deferencia y sumisión que todo discípulo está obligado a exhibir ante quienes nos ofrecen a la vez educación e instrucción.

José Gimenez Miralles (1900-1979) alias Don Pepe fue el fundador y Director del aun existente Instituto Iberia de Santiago.  El simbolizaba el exotismo al ser de origen catalán exiliado a causa de la Guerra Civil española, así como también de la sabiduría, el rigor y la sapiencia.  Al igual que Aristóteles él enseñaba paseándose – era pues un peripatético – entre sus alumnos sentados,  y sabíamos que se acercaba por el intenso olor a la colonia española “Varón Dandy” con la cual a diario se perfumaba. Cuando cometíamos una falta la sanción a menudo era no salir de las instalaciones del local en la calle “El Sol”, apreciando desde entonces el rico aroma de la  gastronomía peninsular.

Obsecuente talvez con la innovadora “Institución Libre de Enseñanza” de su compatriota Francisco Giner de los Ríos, la pedagogía de Don Pepe – no hablo de su esposa Luisa o su sobrino Víctor que también enseñaban – requería del alumno un nivel de resistencia y retentiva extraordinarios:  “escriba 100 veces tal palabra u oración; diga los principales ríos de España; conjugue 50 veces ése verbo en ése tiempo“ etc., formaban parte esencial de su metodología magisterial.  El tránsito por este Instituto me provocó una fascinación incurable por España, y temas musicales tales como “La leyenda del beso”, “Las bodas de Luis Alonso” y “El gato montés” entre otros, al escucharlos me retrotraen a la época del Iberia 1953-1954.

Entre 1955 y 1957 hice la intermedia en la Escuela Méjico, una bella edificación pública – réplica de otras construidas del 1925 al 1929 por el gobierno de Horacio Vásquez – donde una de mis maestras fue Doña Ana Pepín de Gómez  que personalmente me pareció tan árida como las Matemáticas que profesaba.  Esa impresión se derivaba de mi pobre vocación por los números y el rechazo instintivo a todo lo relativo a esta asignatura, aunque no dejaba de reconocer la competencia de la profesora y sus persuasivos métodos de enseñar.  Su magro fenotipo significó para mí la personificación del magisterio,  la autoridad de un verdadero preceptor.

La burla y el choteo estudiantil a menudo expresados en voz alta durante sus académicas intervenciones, formaban parte en 1957 de las clases de “Dibujo” del artista santiagués  Federico Izquierdo,  quien atendiendo a un espartano estoicismo era indiferente a las bromas proferidas.  Desde el podio  profesoral enseñaba con maestría los secretos de la perspectiva,  la composición, el diseño y el color, resultando muy entretenidos sus cursos teórico-prácticos.  Trajeado y sentado en solitario en un banco del parque Duarte, éste sin par esteta representaba la imagen más acabada de aquella célebre exclamación de Don Quijote a su escudero: Sancho, deja que los perros ladren pues es señal de que vamos pasando y avanzando.

Milagros Hernández fue en el último año de bachillerato 1960-1961 mí sobresaliente y brillante profesora de Anatomía,  asignatura sobre la cual tenía pleno dominio por haber sido en años anteriores alumna en la Facultad de Ciencias Médicas en la Universidad de Santo Domingo. Propietaria de personales códigos expresivos y rematando sus explicaciones anatómicas con un tic nervioso consistente en rascarse con rapidez el cuero cabelludo mitigando quizá un picor inexistente, gustaba interesarse por el destino universitario que pretendían sus discípulos más aplicados, alentando de preferencia la vocación de médico.

Al estimar que debía estudiar una carrera más prestigiosa y convencional,  la decepcioné al ingresar en 1962 a la Escuela de Química azucarera la cual me parecía más atractiva.  Después del asesinato de Trujillo se clausuró la referida escuela re-inscribiéndome entonces  en la Facultad de Agronomía.  Al pasarme las vacaciones en Santiago, con frecuencia Milagros se interesaba en saber por el avance de mis estudios mientras ella se embriagaba con la lectura de las Sagradas Escrituras.  Su trágico final contribuyó en buena parte a que su figura ocupara persecula seculorum un merecido espacio en el panteón de mis maestros inolvidables.

De mis profesores universitarios –  a quienes les concedo la categoría de catedráticos,  verdaderos maestros – en el firmamento de aquellos lejanos años 60 del pasado siglo se destacan dos superestrellas de nacionalidad española – ambos catalanes – con métodos y técnicas de enseñanza excepcionales.  Ellos fueron Mercedes Sabater de Macarrulla y David Masalles Lafulla.  La primera murió hace un año exactamente y el segundo hace unos cuarenta, y por haber escrito a raíz del fallecimiento de ella una especie de recordatorio en las páginas de un periódico y de él una semblanza en mi publicación “Solo mueren los que se olvidan “, remito a los lectores interesados a los trabajos antes mencionados.

A mediados de los 70 de la centuria  retropróxima tuve en París un profesor de apellido Guérn quien ante un alumnado seducido por su discurso y la extensión de sus conocimientos, yo permanecía arrobado, cautivado por su cartesiana didáctica.  A pesar de intensas búsquedas por internet aun ignoro si vive todavía – en aquella época tenía entre 40-50 años de edad – y encantado por sus dotes magisteriales pensaba entonces que me daría por satisfecho si algún día pudiera tener al menos un 1% de su desempeño profesoral ante los estudiantes de la UASD que me aguardaban en la Facultad de Ciencias Agronómicas y Veterinarias.

Hechas las sumas y las restas debo admitir que otros enseñantes en distintos niveles educativos como Ana Antonia Liz,  Rafael Ramos, Dilia Tolentino, Altagracia Silverio, Eugenio de Js. Marcano, Don Julio Ravelo, Jose Sallent, Orlando Pagán e Iván Guzmán K entre otros más fueron muy buenos educadores y formadores pero para mí no tuvieron la magia, la excelencia, el poder de deslumbramiento emocional e instructivo demostrado por quienes hoy deseo rendirle el tributo de mi recuerdo como testimonio de veneración y perpetua honra.  Los elegidos en este artículo – 8 en total – tienen pedestal asegurado en mi iconoteca personal.