Para la Sra. Cécile Castera, la joven secretaria de la Dominicana de Aviación, cuya elegancia me estimuló a estudiar la historia de nuestra isla.
Contar las emociones de ayer alrededor de las visitas de jefes de Estado extranjeros constituye una tarea casi imposible. Si nos limitamos al protocolo, los discursos y los acuerdos firmados, parece sencillo. Con nuestra tradición de archivos inexistentes, la digitalización bajo otros cielos nos ayuda mucho.
Nuestra generación comenzó a preguntar la importancia de aquellas visitas en marzo de 1972. Hubo tres días feriados para recibir al entonces presidente de Nicaragua, el general Anastasio Somoza Debayle. Una semana con tres días de fiesta significaba que de hecho toda la semana era festiva. Con el tiempo, aprendimos a seguir interrogando lo que apenas imaginábamos en aquel entonces. Por ejemplo, hace poco tuve una larga charla con un conocedor de las caravanas oficiales de los años 70. El Mercedes-Benz 600 Pullman encargado por el presidente JC Duvalier en marzo de 1972 para dar la bienvenida al presidente Anastasio Somoza Debayle cuesta actualmente 768.000 dólares o 650.000 euros. Me dijeron que la presidencia haitiana compró dos Mercedes, por si uno de los vehículos se estropeaba en nuestras tremendas carreteras.

Cuando mencionamos las deudas con los presidentes Antonio Guzmán y Salvador Jorge Blanco, los jóvenes dominicanos se preguntan automáticamente ¿De qué clase de deudas se trata? Son importantísimas deudas morales. Recordando ecos de las conversaciones entre adultos, el presidente Guzmán rechazaba el exilio y el encarcelamiento por divergencias políticas. Cuando nos enteramos que este presidente, tan diferente a Balaguer, visitaría al nuestro, quien era vitalicio, hijo de otro vitalicio, nuestras largas e interminables preguntas sobre la República Dominicana adquirieron otra dimensión. En las noticias que recibimos, de diversas fuentes, la realidad de los partidos políticos era un hecho concreto para los dominicanos. Nuestro régimen se creía un partido único y se autodenominaba como tal, pero todo el mundo sabía que eran una asociación de tiburones cuya doctrina se resumía entre enviar al exilio o al paredón a quienes no estuvieran de acuerdo con ellos. Estábamos empezando un sincero romance admirativo con la historia dominicana, cuando sucedió lo del primer domingo de julio de 1982. Como en el poema de Jorge Luis Borges, In Memoriam J. F. K., el disparo sacudió toda la isla. En Puerto Príncipe comentaron la tragedia en voz baja. Era el segundo jefe de Estado del hemisferio que visitó al nuestro y un disparo le quitaba la vida. Anastasio Somoza Debayle, ya derrocado por una revolución, salió violentamente del escenario en septiembre de 1980.
En casa, nuestras preguntas se volvieron mucho más pesadas, ya que era fácil constar la diferencia entre Antonio Guzmán, Salvador Jorge Blanco y el presidente vitalicio Jean Claude Duvalier. Durante la visita del Presidente Jorge Blanco (16 de octubre de 1984), mi nivel de comprensión de la administración dominicana había aumentado, porque visitaba regularmente las oficinas de la Dominicana de Aviación, de la que mi padre era traductor oficial. Con los vuelos de la Dominicana, aparecieron los primeros vendedores informales de pesos dominicanos, por el antiguo centro de la ciudad capital; y las solicitudes de visas crecieron en el consulado dominicano de Puerto Príncipe. Sin comparación con las cifras actuales.
A mediados de los años 90, visité a un antiguo ministro. Con la mirada filosófica de quien conocía las entrañas de nuestras junglas, me comentó. "En el país vecino, la administración es vitalicia y los funcionarios, de turno. En Haití ocurre lo contrario". Por encima de las ocurrencias, ambas breves visitas inician en la operatividad de nuestra cancillería una edad de oro que duraría menos de una década. La preparación de dos cumbres presidenciales en cinco años (mayo 1979 y octubre 1984) exhorta la puesta al día de los informes en varios ministerios. Para nuestro régimen vitalicio, era sinónimo de modernización. Y por otra parte, de casi sociabilidad internacional aceptada. Días anteriores a cada encuentro, pude asistir en directo desde casa, cómo el jefe del protocolo de estado coordinaba las urgencias de traducciones con el traductor de la cancillería. ¡Increíble escuela diplomática!