Los líderes son el producto de la realidad social, son criaturas de los procesos económicos y sociales que mediante la selección natural, acompañada en muchas ocasiones por la casualidad en su rango de categoría histórica, surgen como canales o instrumentos visibles por donde se expresa la convergencia de acontecimientos que narran los hechos con que se construye la historia; es decir, los hombres como individuos aislados, al margen del engranaje de las relaciones sociales, no producen los sucesos que, como la toma del Capitolio el pasado 6 de enero, marcan la vida política de un país.
Partiendo de este razonamiento, el asalto, el forcejeo, la laxitud de las fuerzas de seguridad frente a los asaltantes, los “selfies” entre los enfrentados; el humo, los disparos, la sangre, las muertes y los demás incidentes acaecidos en la casa del congreso estadounidense, luego del “post” en Twitter del presidente Donald Trump en el que anunció una “manifestación salvaje”, no son solo el producto de un autócrata narcisista con patológicos deseos de atención que gobernó cuatro años imprimiéndole a su administración el sello de una personalidad díscola que lo condujo a desconocer el triunfo de Joe Biden.
Las raíces de ese evento están en un proceso de descomposición de la sociedad expresada en el desmonte de la cohesión social que se fue construyendo a partir de las políticas implementadas por el presidente Franklin Delano Roosevelt después de la Gran Depresión que estalló en 1929, que apostó a la expansión del gasto para obras de infraestructuras, regulaciones en el orden financiero y medidas de carácter social que dieron impulso y vitalidad a la economía, creando una sociedad con una fuerte clase media que disfrutó de estabilidad económica hasta que, a partir de los años 80, Ronald Reagan, bajo la asesoría de los banqueros y académicos al servicio de éstos, inició su gobierno diciendo que recuperar la prosperidad económica de la nación era la prioridad de su administración, algo así como la proclama de Donald Trump de devolver la grandeza a los EE.UU. poniendo a ganar más a los ricos.
El anhelado proyecto banquero/académico encontró espacio en la gestión Reagan: la liberalización del comercio y la desregularización del sector financiero y laboral, y reforma fiscal regresiva, se constituyeron en una acometida brutal que cayó en las manos de Alan Greenspan desde la presidencia de la Reserva Federal, un hombre que venía de ser asesor de banqueros corruptos que, violando las leyes para evadir las regulaciones en el sector financiero, sobre todo en las asociaciones de ahorros y préstamos, hicieron uso del dinero de sus clientes para inversiones de riesgo, lo que llevó a la quiebra a cientos de estas instituciones, costando a los contribuyentes 124 mil millones de dólares.
A partir de Reagan y Greenspan los banqueros iniciaron una carrera de acumulación espectacular de dinero a costa de las pérdidas de los bienes públicos, creando una fuerte oligarquía financiera que comenzó a definir la política económica de todos los gobiernos , incluyendo los de Barack Obama que, de candidato, prometió reformas profundas para evitar crisis como las del 2008, sin embargo colocó en su gabinete a funcionarios y banqueros responsables de provocar la crisis que estalló en la anterior administración, por lo que las prometidas reformas fueron un amago diluido en el cerco de los que acompañaron no solo al actor presidente, sino a los Bush y al propio Clinton, un demócrata que se dejó atrapar por la codicia de los banqueros, como lo afirmara el Premio Nobel de Economía Joseph Stiglitz, quien fuera funcionario de su gobierno y opuesto a esas políticas.
La nueva oligarquía financiera con las ganancias obscenas que provocaron el ensanchamiento de la brecha entre ricos y pobres, sumado a la tercerización fallida de la industria con la intención de maximizar las ganancias, constituyeron una ecuación excelente para la pérdida de empleos o la creación de empleos precarios que fue llevando la sociedad hacia la fractura social que condujo a la población hacia la demanda de líderes distintos, para enfrentar los desafíos de recomponer el tejido social hilvanando proyectos alternativos como el de Obama, que al no llenar las expectativas de los ciudadanos, se refugiaron en un esperpento político que visibilizó la fractura ayudado por una variable que ningún político podía controlar: la pandemia provocada por la Covid-19.
Así las cosas, el asalto al Capitolio como continuación de pequeñas refriegas sociales, fue el destape de un proceso que no tiene solución con el sólo cambio de administración, porque aquel acontecimiento, como hemos visto, es el resultado de daños estructurales que requieren de acciones de choque, radicales, cuasi revolucionarias, que reviertan el proceso de crispación y desgaste social, devolviendo al Estado la capacidad reguladora y de protección ciudadana como las implementadas a partir de la Gran Depresión que garantizaron décadas sin crisis económicas y con cierta estabilidad social, solo alterada por conflictos bélicos y raciales; y, como si fuera poco, nada de esto podrá estar al margen de la recomposición geopolítica.