La lluvia fue ese día más deseo que realidad. Una sequía extrema se extendía por una isla diseñada para verdes campos y caudalosos ríos, que la irresponsabilidad de sus gobernantes había trocado en desastre ecológico. Esa tarde cayeron gotas incapaces de aliviar el calor ni de reponer el agua en las represas. Se abrieron paraguas multicolores contrastando con el luto de los vestidos y la negra sotana del cura. Desde el cielo se veían como círculos de colores. Hasta allí llegaba la tristeza y el desgarramiento desde el cementerio de la Máximo Gómez.
Quieto dentro del féretro de madera el muerto esperaba. Unos zarrapastrosos obreros municipales terminaban la albañilería que permitiría acomodar la caja en el nicho. Se unió al grupo de familiares y amigos una formación insulsa de soldados; el occiso sirvió en el ejército. Apuntaron al aire sus fusiles y reventaron tres salvas. (Quienes observaban desde arriba seguían atentos y fascinados las particularidades del enterramiento, y las del país, algo celosos, pues sus habitantes, en particular políticos y grandes negociantes, sobrepasaban las creaciones que les hicieron inmortales.)
Concluidas las detonaciones “honoris causa”, un soldado intentó en la corneta el “toque de silencio” convirtiéndolo en “toque de ruido” de exagerada disonancia. El ataúd descansaba en el suelo, cubierto por la bandera dominicana y rociado de agua bendita, esperando ser introducido en el receptáculo de cemento. El quinteto de observadores celestiales comenzaba a perder interés en el entierro. Esa tarde, hasta ese momento, la acción en el campo santo se limitaba a un subdesarrollo “light”, impropio de aquella nación dominicana desastrosa y trágicamente entretenida. Decidieron flotar a otra nube, cuando sucedió algo inusitado que les detuvo el vuelo: el sepulturero comenzó a destrozar el catafalco a martillazos limpios.
Sonaba cada mandarriazo como un tambor de cuero destemplado. No paró el hombre hasta quebrar cada uno de los listones de madera. El disgusto de los dolientes era obvio, pero no protestaron. Trocada en adefesio la caja, se la colocó en el hueco. Sellaron con tarja y cemento. Las flores, antes del anochecer serían robadas.
Excitados, entusiasmados, ignorando que aquella era una escena cotidiana en los rituales fúnebres de aquella infeliz nación, Bretón, Buñuel, Dalí, Éluard y Gabo, iniciaron un animado intercambio: Bretón declamó versos incongruentes, Dalí se interesó en la deformación del ataúd, Buñuel imaginaba tomas de cámara que incluyeran al corneta. Gabo aseguró a Éluard que, de estar vivo, aquello sería objeto de una gran novela. Alabaron la imaginación del zacateca, un surrealista espontáneo.
Juan Bosch, al escuchar el alboroto, batió alas y se acercó a la tertulia para preguntar por la razón de la algarabía. Le contaron exaltados lo que habían presenciado. Sonrió triste y sarcástico el viejo. La eternidad no le ha cambiado su temperamento, y les espetó en la nube una reprimenda.
“Déjense de surrealismo y de pendejadas. Si hay sequia es porque dejaron gastar los ríos; si el guardia no toca bien es porque tiene hambre; si destruyen el féretro es porque saquean las tumbas y se llevan la madera, y las ropas del muerto. Ah, les aclara: el empleado municipal luce zarapatroso porque los síndicos se hacen millonarios y a ellos le pagan centavos. Para que sepan, eso no es más que desgobierno, saqueo y desorden. ¡Comprenden!
Al verlo tan alterado Dalí se acercó diciéndole- “No se ponga usted así, Don Juan, no me dirá usted que eso de caerle a martillazos al féretro no estuvo cojonudo”. “Y lo del corneta, como para cagarse de la risa”, añadió Luis Buñuel. Gabo desapareció en silencio.