Lo que generó la mayoría de muertes y calamidades en el marco de la covid-19 en nuestros países latinoamericanos, al igual que en el norte global, no fue tanto el virus como tal sino que el neoliberalismo. Un neoliberalismo hegemónico desde los años 80 que, en tanto lógica y sentido común, convenció a millones de latinoamericanos de que mediante la reducción de lo público y la primacía del modelo empresarial nos acercábamos al “desarrollo”. Y que, de la mano de multimillonarios como Macri en Argentina y Piñera en Chile, paradigmas del político-empresario del siglo XXI, podíamos superar “el populismo” que nos “atrasaba”. Todo lo cual se impulsó desde una estructuración discursiva, dirigida a la cooptación mental de las mayorías, que reproduce una visión de la realidad basada en ideales individualistas y meritocráticos. Según los cuales, el pobre lo es porque “no se esfuerza” y cada quien debe salvarse a sí mismo como pueda. Así, se anula el horizonte de la solidaridad donde el otro es importante y el mundo lo hacemos entre todos.

Las élites avanzaron mucho hegemonizando por medio de ese sentido común. Sin eso nunca hubiesen podido colocar mayorías en contra de proyectos progresistas que sacaron millones de la pobreza, dignificaron servicios públicos y lograron que por primera vez en la historia de nuestros países negros, indígenas y pobres en general pudieran entrar en universidades en igualdad de condiciones. Así fue como, en Brasil, por ejemplo, hicieron que aquellos a quienes los gobiernos de Lula dignificaron terminaran aplaudiendo la condena judicial y encarcelamiento sin pruebas del líder petista. Y que, en Ecuador, hace que jóvenes de familias humildes que con becas públicas estudiaron en Europa y Estados Unidos durante el gobierno anterior, se pasen todo el día diciendo que Correa “es corrupto”. También, es la mentalidad que descalificaba como “vagos” a los médicos y enfermeros que salían a luchar por sueldos y condiciones de trabajo justas. Pero que ahora, cuando todos estamos amenazados por una pandemia, las clases medias meritocráticas e individualistas aplauden y llaman “héroes”.

Sobre ese sentido común individualista e insolidario instalado se tratarán de montar las élites de siempre, y sus portavoces mediáticos y políticos, para conducir la crisis post coronavirus en función de sus intereses. De tal forma que, en medio de un contexto donde casi todo hay que cambiarlo o cuando menos repensarlo, lo fundamental no cambie. Y, para estas élites, lo fundamental son sus proyectos de acumulación y privilegios materiales y simbólicos. La disputa de fondo estará ahí precisamente: en disputar ese sentido común como el causante principal de las muertes del virus y la debacle económico-social que le sobrevendrá. 

Y en un escenario de caídas económicas históricas, con países endeudados sin aparente capacidad de financiar la recuperación, nos tratarán de convencer de que necesitamos endeudarnos para “salvar” las economías. La deuda, en nuestros países periféricos, es una trampa geopolítica que nos condena a la dependencia y encierra en lógicas donde siempre intereses externos nos rigen. El FMI y el Banco Mundial son instrumentos de poder geopolítico que, tras la segunda Guerra Mundial, diseñaron los dueños del mundo del norte global para proyectar y ejercer hegemonía. La narrativa liberal de nuestras élites, que enuncia desde una falsa “neutralidad técnica”, presenta estos organismos o bien como algo necesario -porque “así funciona el mundo”- o como males menores inevitables. Para que al final, nos metamos en ciclos de deuda de nunca acabar que no hacen sino intensificar nuestra condición periférica y subordinada en el tablero geopolítico mundial. Necesitamos salir de la trampa de la deuda que, como vimos, antes que económica es geopolítica.

¿Cómo hacerlo? Como casi todo lo importante en la política, tiene mucho que ver con sentidos comunes. Debemos romper esos imaginarios que siempre nos colocan en las ausencias. Repitiendo, por ejemplo, ahora con la crisis económica post coronavirus que asoma, “que no hay dinero”. Pero resulta que dinero sí hay y ahí está el casi 30% del patrimonio latinoamericano que descansa en paraísos fiscales. Las grandes fortunas regionales quieren que la conversación pase por la narrativa de que “no hay” y, por consiguiente, debemos buscar recursos afuera. Que prácticamente es lo mismo que decir en el FMI (deuda) y Banco Mundial (fondos para el “desarrollo”). Y en un marco de discusión de ese tipo, no se tocan los intereses y obscenas riquezas de esas minorías superricas. Riquezas que mayormente esconden en recovecos fiscales al margen de la legalidad y fiscalidad de nuestros estados.

Esta crisis debe servir, por otro lado, para que abandonemos el bochornoso primer lugar entras las regiones más desiguales del planeta. Aquellas sociedades que disminuyen sus asimetrías sociales internas son las que verdaderamente avanzan en la solución de sus desafíos fundamentales. Lo cual pasa, en lo estructural, por alterar injustos esquemas de relaciones de poder, y en lo económico, por construir mecanismos fiscales que hagan aportar a todos en función de lo que tienen. Esta coyuntura que nos demuestra que el mundo como estaba no puede seguir, porque si no es por una pandemia será por el cambio climático la próxima debacle (que indican científicos será mucho peor), es el momento para derrumbar esas barreras de la desigualdad latinoamericana. Desigualdad que causó la mayoría de muertes de la covid-19, y que, en lo que viene, si no disputamos, intensificará un modelo y un sentido común que no protege a los humildes y condena a las mayorías a condiciones sociales adversas.

La disputa central post coronavirus en América Latina y el Caribe, será contra la desigualdad y en una relación con el mundo que geopolíticamente nos subordina a intereses externos. En definitiva, un modelo reproductor de desigualdades, subordinación geopolítica y que en lo humano rompe lazos de solidaridad. Porque pone la ganancia por encima de la vida. Si embargo, en estas horas críticas de pandemia hemos visto que ningún empresario millonario ni la aclamada meritocracia individualista salvó vidas. Fue lo público lo que protegió a la gente. Y tenemos, pues, que salir a dar esa disputa contra la desigualdad y a favor de lo más importante: la vida.