El Acuerdo de París es, sin lugar a duda, el mayor y más importante convenio sobre cambio climático que haya existido. Firmado por 195 países en 2015, y ratificado por 189, la concertación busca conjugar los esfuerzos de los Estados para detener el deterioro medioambiental, con medidas de largo plazo; una tarea que requiere de planes y sacrificios, debido a que su abordaje implica la revisión de esquemas productivos que pudieran poner a algunas naciones en desventaja económica y comercial con respecto a otras que apenas emergen como fuerzas productivas de peso global, lo que les permite irse ajustando a las nuevas exigencias para la producción de riquezas sin tener que recurrir a desmontar, como los ya establecidos, viejos y contaminantes procesos o esquemas productivos.

La tierra es un solo espacio y las fronteras creaciones humanas que de ningún modo pueden competir con las disposiciones de la naturaleza en lo relativo a la unidad del globo en torno a la interacción de los resortes que soportan su dinamismo; de ahí que cualquier actividad humana en un lugar determinado de nuestro planeta tiene un impacto, por lo menos indirecto, en el resto de los lugares donde no se produjo la actividad, que puede ser positiva como la reforestación, o negativa como la erosión del suelo (incluso por el excesivo pastoreo) o la emisión de gases de efecto invernadero que viene dado no solo por el consumo de combustibles fósiles, sino también por la ganadería y la agricultura que, con sistemas de riego inapropiado lleva a la salinización del suelo y los mares, que conducen a la esterilización de la tierra y al trastorno de la vida marina, entre otras causas con impacto mayor o menor en nuestro ecosistema.

En el proceso de conocer la naturaleza para dominarla y ponerla a su servicio, el ser humano, desde que descubrió el fuego e inventó la rueda hasta hoy, ha estado deteriorando su entorno, degradando los espacios para levantar sus comunidades,  las que, en la medida de su crecimiento, interacción y nuevas necesidades creadas a los fines de hacer más cómoda la vida comunitaria e individual, fue multiplicando las actividades que desafían el orden natural en que la tierra suple, de acuerdo a su capacidad, las necesidades básicas de los individuos ( de todo ser vivo). El desafío mayor proviene de “crear necesidades innecesarias” para los fines lucrativos que sirven de soporte a las sociedades de consumo que promueven niveles de vida incompatibles con los recursos de que dispone el único de los planetas que hasta hoy puede asegurar la existencia de los cerca de 8, 000 millones de personas y el incalculable número de seres vivos con quienes compartimos la inmensa casa terrícola.

Hoy día, para los científicos y activistas que velan por la preservación o recuperación del medio ambiente, la situación de deterioro medioambiental es sumamente grave al punto que, de no iniciar un proceso riguroso que nos conduzca a reducir las emisiones de gases de efecto invernadero de forma inmediata, los daños a la tierra serían irreversibles y las condiciones derivadas de la degradación que se sufre serían incompatibles con la vida. Ese es el elemento que unificó a 192 países para firmar el Acuerdo de París en medio de discusiones entre los países que menos contaminan, por lo general los que buscan o están en la vía del desarrollo y los que lo encontraron. Por ello, Estados Unidos, el país más desarrollado y mayor contaminador planetario firmó con recelos, luego de poner sus esperanzas en este convenio, pues hay que recordar que al negarse a firmar el Protocolo de Kioto puso su mirada en París. Así lo cuenta un cable la agencia EFE fechado el 27 de noviembre de 2015: “Estados Unidos, uno de los países más contaminante del mundo, ha dado un paso certero en la lucha contra el cambio climático y buscará en París un acuerdo global, tras negarse en la última década a ratificar el Protocolo de Kioto”.

Ninguna de las administraciones anteriores a la de Obama, quien apostó a París, quiso involucrarse con los compromisos de Kioto, pero llegado el acuerdo parisino y a pocas horas de las elecciones que perdió Donald Trump, el mandatario oficializó su salida del Acuerdo. BBC lo cuenta así (nota del 4 de noviembre de 2020): “Después de una demora de tres años, Estados Unidos se ha convertido en el primer país del mundo en retirarse formalmente del acuerdo de París sobre el cambio climático”. Y agrega que “el presidente estadounidense, Donald Trump, anunció la medida en junio de 2017, pero debido a las reglas de la ONU su decisión entra en efecto este miércoles, después de las elecciones presidenciales del martes”. El término “el primer país en retirarse”, (un juicio del medio británico basado quizás en informaciones desconocidas para el público) sugiere que otros países podrían abandonar el compromiso hecho en 2015, que entró en vigencia en 2016, y ya para el 2017 el magnate neoyorquino estaba anunciando que abandonaría.

El 8 de julio de 2017 Infobae publicó un artículo de Sergio Federovisky en el que el autor analiza el abandono de Estados Unidos de los acuerdos sobre cambio climático. En el primer párrafo el autor cuestiona duramente la postura del mandatario estadounidense al afirmar que “con una ética canalla adoptó una decisión coherente con su definición del calentamiento global como resultado del modelo productivo de la humanidad: Donald Trump, presidente de los Estados Unidos, había dicho que el cambio climático es un invento de los chinos para perjudicar la competitividad estadounidense”. Tras esta dura crítica al entonces mandatario, el articulista afirmó que el país gobernado por él dejó de ser un aliado del planeta y que con su salida el líder del país más poderoso del planeta daba la espalda a la ciencia y ahondaba la fractura con Europa.

Pero para mí, lo más relevante del análisis es lo relativo al tema central de este trabajo que tiene que ver con la pérdida de hegemonía de Occidente que, como no puede imponer las reglas de juego a su favor, rompe la baraja poniendo al descubierto que el poder se desplaza, que asistimos a un proceso de multipolaridad dinámico y cambiante en el que nuevos actores emergen, mientras el aislamiento de los líderes occidentales está definido por el reordenamiento político del planeta. En ese tenor Federovisky afirma que “la señal es inequívoca. Tras haber rechazado el Acuerdo del Pacífico (TPP) e impuesto una negociación a bayoneta calada con México y Canadá en el Tratado de Libre Comercio, el presidente ha abierto la puerta que tantos temían. De nada sirvió la presión de las Naciones Unidas o la Unión Europea, ni de gigantes energéticos como Exxon, General Electric o Chevron. Ni siquiera el grito unánime de la comunidad científica ha sido escuchado. Trump puso la lupa en los ‘intereses nacionales’ y consumó el giro aislacionista frente a un acuerdo refrendado por todo el planeta, excepto Nicaragua y Siria”.

El nuevo liderazgo occidental de la mano del presidente Joe Biden ha manifestado su intención de dar vuelta a lo hecho por su antecesor: volver a la cooperación con Los 27, retornar a la OMS, al Acuerdo de París; en fin, el “Estados Unidos ha vuelto” proclamado por el nuevo mandatario estadounidense en el primer encuentro internacional con sus aliados no parece ser válido sólo para sus amigos europeos, sino que pretende ser una proclama de la vuelta al liderazgo mundial, un asunto que está más allá de voluntades, que tiene como realidad a Asia recorriendo el camino que le coloque en la posición que ocupaba en los mercados hace 150 años, cuando china lideraba el PIB mundial e India le seguía en un largo trayecto que inició en el siglo XVI.