El Sputnik, el medio informativo oficial ruso destacó en una publicación servida el 17 de marzo de este año unas declaraciones del ministro de defensa de Rusia, Serguéi Shoigú, en las que resalta la colaboración de su país con Turquía “en distintos ámbitos”. El titular se empeña en aclarar que la referida colaboración se da “pese” a que el país donde operó la antigua capital del imperio otomano es miembro de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN), la entidad armada de autodefensa liderada por los Estados Unidos que emergió de la Segunda Guerra Mundial como líder de Occidente; el occidente, enemigo de los turcos que terminó desmantelando las extensas posesiones de la que fuera una poderosísima fuerza imperial que dominó por siglos los territorios de los que hoy son su formales aliados en la organización atlántica.

El “pese a que” tiene su explicación en el hecho de que, como sabemos, la creación de esta coalición surgió a raíz de la configuración del mundo en dos polos políticos que dieron inicio a la Guerra Fría, acompañada de una carrera armamentista intimidatoria que procuraba, por un lado, el posible avance del bloque soviético a la cabeza del cual estaba Rusia y, por el otro, el frente occidental orientado por los Estados Unidos como fuerza de contención para proteger a toda Europa Occidental del empuje euroasiático, reforzado con la creación del Pacto de Varsovia, como respuesta a la OTAN; una confrontación que no solo era la expresión de la lucha por el dominio de territorios para la acumulación de poder y control hegemónico, sino  que estaba en juego la imposición de un modelo socioeconómico por vía violenta y la preservación de otro haciendo uso del mismo recurso.

Estambul, ciudad turca, conocida primero como Bizancio y luego como Constantinopla, tras la conquista de los romanos, fue, por su posición geográfica,  tomada, desde antes de nuestra era y después de ser fundada por colonos griegos, por persas que la perdieron a manos de los atenienses, que a su vez la dejaron caer bajo el empuje de los espartanos; y así, por su afortunada (y  quizás por ello) desgraciada posición geográfica entre Europa y Asia, se mantiene atrapada en un dilema existencial que agravan los coqueteos y presiones occidentales y los cortejos e intentos disuasorios de Rusia que han marcado la histórica relación de desconfianza entre las dos realidades geográficas; desconfianza que se puso de manifiesto en el Plan Marshall, pues a decir de Rodrigo Borja en su Enciclopedia de la Política, cuando aborda en tema de la Unión Europea, ese plan procuraba impedir que los países más devastados por la Segunda Guerra Mundial cayeran bajo la órbita de la URSS y, evidentemente que Turquía, por las características definidas, sería el más “vulnerable”.

Estas referencias nos ayudan un poco a entender el contexto. De ahí un análisis periodístico publicado en el diario colombiano “El Tiempo” el 21 de julio de 2019 bajo el título “Turquía, el soldado oriental de la OTAN que se acerca a Rusia”. En el artículo el autor afirma que el giro hacia Rusia comenzó tras el intento del golpe de Estado al presidente Recep Tayyip Erdoğan, que, a su juicio, dio un acelerón durante la semana en que fue publicado el trabajo a su firma, tras el envío, desde el Gran Oso, del sistema ruso de misiles tierra-aire S400, considerados como los armamentos antiaéreos más potentes de planeta. Para el articulista “Washington y la OTAN habían advertido contra la compra, el Gobierno estadounidense ya empezó a castigar al turco. En Bruselas no hizo ninguna gracia, máxime cuando las relaciones con Moscú son muy tensas desde la anexión de Crimea (un juicio debatible. Nota mía), en 2014, y su apoyo a los separatistas armados prorrusos del sureste ucraniano”.

Pero la cuestión de la OTAN va más allá del asunto turco. Tiene que ver con la recomposición, con el desplazamiento del poder global en el que Turquía es sólo una arista entre las múltiples caras que presenta la arquitectura geopolítica que las fuerzas económicas y sociales diseñan a nivel global; de ahí que el presidente Emmanuel Macron fuera tajante al afirmar, en una entrevista concedida a la revista “The Economist”, de la cual se hizo eco EFE en un despacho fechado el 7 de noviembre del 2019, que la OTAN está en situación de “muerte cerebral” y la Unión Europea “al borde del precipicio”, responsabilizando de esta situación a China y los Estados Unidos, advirtiendo sobre la “fragilidad extraordinaria” del continente, asegurando que éste ya no puede contar con los estadounidenses para defenderse y que es el momento de comenzar a pensar “como una potencia en el mundo”.

Para el presidente francés la cuestión de que Europa comience a actuar como una potencia, es vital, porque de lo contrario desaparecerá, pues, asegura, que Estados Unidos que es el gran aliado del viejo continente “ha comenzado a mirar más a China, un movimiento que comenzó durante la presidencia de Barack Obama (2009-2017)”. Y se lamenta que con Donald Trump “por vez primera hay un presidente que no comparte la idea del proyecto europeo y se aleja de él”. Pero advierte que en sus fronteras han surgido potencias autoritarias (calificativo con que intenta descalificar a su contrario en la lucha por sus intereses) como Rusia y Turquía que debilitan a Europa colocándola en riesgo de desaparecer como polo geopolítico o llevándola a la pérdida de control de su destino.

Macron no deja espacios en los que pueda expresar su temor hacia Rusia; así por ejemplo, en lo atinente al proyecto de construcción del gasoducto Nord Stream 2 para abastecer a Alemania y que la administración de Ángela Merkel defiende, expresó su oposición pidiéndole a su colega abandonarlo como respuestas  a la supuesta represión a las manifestaciones de apoyo al opositor  ruso Alekséi Navalni, manifestaciones que según RT se financiaron con recursos europeos, una información que junto a la decisión de Amnistía Internacional, en el sentido de dejar de considerar al político como “preso de conciencia”, deja el argumento sin mucha fuerza, para convertirlo en una más de las  armas de la que hace uso para minar a quien entiende un enemigo peligroso, no solo para Francia, sino para toda la Unión Europea que, ciertamente, busca, en el marco de un mundo multipolar cambiante, colocarse como polo importante y de peso en una reconfiguración que para algunos apunta hacia la bipolaridad, aunque para otros avanza hacia la “multicentralidad”.

Con la llegada de Joe Biden a la Casa Blanca ha habido un respiro para algunos líderes europeos, sobre todo después del discurso virtual en su primer compromiso internacional durante una Conferencia de Seguridad de Múnich con sus aliados europeos en el que tras proclamar que “Estados Unidos ha vuelto”, anunció el retorno a la cooperación con Europa, aderezándolo con un llamado a combatir los “abusos económicos y coerción” de China; una señal clara de preocupación justificada en el creciente poder económico e influencia diplomática del gigante asiático en el mundo, que ha llevado incluso a celebrar el Foro Económico Mundial, mejor conocido como el Foro de Davos, fuera de Davos, por lo que ahora resulta paradójico decir que “Davos ya no es en Davos”.

En el mismo discurso reseñado por el periódico “El País” el 19 de febrero de 2021, el mandatario estadounidense alertó también sobre los riesgos que se ciernen sobre las democracias en muchos sitios, incluyendo a Estados Unidos y Europa”, porque “el progreso democrático se encuentra bajo asedio…”. Cualquier lector medianamente informado sabe que en esa aseveración o advertencia se escondía el episodio del asalto al Capitolio, un acontecimiento que no se puede ver como un hecho aislado, sino como consecuencia de un proceso de fracturación de la sociedad debido a los males estructurales creados durante las últimas décadas que ya comienzan a pasar factura, y que se quiera o no, orientará las prioridades de esta administración hacia adentro si no quiere que se le salga de control  lo que comenzó a expresarse a plena luz y con violencia; una explosión política derivada de medidas económicas traducidas en angustias sociales.