George Bush, timonel “hegemón” del recién inaugurado mundo unipolar, lanzó una carga de vómito sobre el premier japonés Kiichi Miyazawa durante una visita oficial que girara al país asiático en enero de 1992. Un hecho perturbador que tanto la prensa estadounidense como la nipona trataron de suavizar editando las imágenes que mostraban a un presidente habitualmente jovial y de talante saludable, desvanecerse mientras su esposa Bárbara trataba de salvar la vergonzosa situación asistiendo a su marido con evidente angustia; una imagen de aprietos y debilidad surgida de la casualidad o el azar que vino a graficar y a exhibir como premonición la realidad de la debilidad estructural del poder de los Estados Unidos y sus futuros aprietos.

El accidente diplomático se convirtió en mofa universal. Los comediantes encontraron material para el contenido de sus espacios, mientras los japoneses hicieron popular la expresión “bushuru” o “bushu-suru”, que no es más que “hacer un Bush” o vomitar de forma embarazosa en una actividad de carácter público. La cuestión es que el incidente copó la atención de los medios y atrapó a la gente tapando el motivo de la visita del mandatario a Japón como parte de una gira por varios países de Asia que tenía como fin sacar de algunos apuros comerciales y económicos a los Estados Unidos, que comenzaba a mostrar signos de debilidad en esos campos a pesar de haber salido victorioso de una guerra, tras mostrar su indiscutible poderío militar sobre la Irak de Sadam Husein.

Antes de la visita del líder estadounidense ya los medios de comunicación comentaban acerca de las tensiones entre el país norteamericano y el asiático debido a la consistente desventaja de Estados Unidos frente a Japón. En un breve análisis sobre el asunto, el diario español El País, en su edición del 23 de noviembre del 1991, se refirió a un artículo de Mario Cuomo, gobernador de Nueva York con aspiraciones presidenciales, que publicó en un periódico de su tierra, en el que advierte “que la postura crítica de Japón podrá ser un eslogan aprovechable en la campaña electoral presidencial si EE.UU. y Japón no logran corregir el desequilibrio comercial”. A esta cita del político neoyorquino, el medio europeo le agrega que “todo parece indicar que los norteamericanos ya están cansados de esta relación y además están insatisfechos de la distribución de responsabilidades: la economía correspondería a los japoneses y la político-militar a los norteamericanos”.

El 3 de noviembre de 1990 Bush sostuvo un encuentro en Palm Springs (California) con el entonces primer ministro japonés Toshiki Kaifu, según cuenta Albert Montagut en una nota que aparece un día después de la reunión entre los dos líderes políticos y en la que informa que éstos hicieron compromisos con buscar una salida satisfactoria a los problemas que afectan de manera negativa las relaciones entre Washington y Tokio para tratar de reducir lo que para los estadounidenses era un preocupante déficit financiero que al momento alcanzaba un balance de 49, 000 millones de dólares en favor de los japoneses. Bajo la promesa de coordinar las políticas comerciales de ambos países para reducir el desbalance, el premier “comentó que las reformas a las estructuras económicas era uno de los ‘principales objetivos’ de su Gobierno y reconoció que el éxito de las futuras relaciones con Estados Unidos pasa por la eliminación de barreras comerciales”.

Obviamente que lo acordado en California no tuvo ningún resultado, de ahí la visita aquella que “adornó” el percance de salud de Bush; un segundo esfuerzo que no se pudo coronar con el éxito debido a una creciente relación de desconfianza y el celo natural por el control de los mercados nacido a partir de 1987, cuando tras el Lunes Negro provocado por la mayor caída del mercado de valores  y el empobrecimiento de los accionistas en Estados Unidos, el gobierno estadounidense decidió inyectar dinero al sistema crediticio y bajar los tipos de interés, además de solicitar a los países amigos con solvencia económica hacer lo propio con la finalidad de fortalecer su moneda. Los japoneses, sin embargo, aprovecharon la debilidad del dólar y la abrupta caída de los mercados de valores para comprar en forma ventajosa propiedades en los Estados Unidos recurriendo a activos propios y extranjeros, lo que provocó que, al año siguiente, esto es 1988, el superávit de Japón se elevara a 50 billones de dólares anuales por encima de los Estados Unidos.

Los acercamientos entre estadounidenses y nipones, siempre en medio de la tensión causada por la embestida japonesa de adquisiciones de empresas y propiedades en el país del norte americano, sin resultados positivos para EE.UU., creó la falsa ilusión de que en el reordenamiento de los mercados, Alemania y el país oriental serían los que desplazarían o acompañarían a los Estados Unidos en el escenario multipolar que se avizoraba, porque pocos le estaban dando seguimiento a las reformas iniciadas en China en 1979 de la mano de Deng Xiaoping pensando quizás que tras la caída del muro berlinés bajo el empuje de un borracho sin talento como Boris Yeltsin, o un obrero del campo de los astilleros y la electricidad, como Lech Walesa, sin bagaje político, lo del gigante asiático correría la misma suerte, porque lo importante no radicaba en las figuras que lideraron aquellos movimientos en la URSS y Polonia, sino el respaldo decidido de Occidente, algo que pensaron sería efectivo teniendo como protagonista la plaza de Tiananmén.

Quizás por ello, Daniel Bell, en un artículo que publicó El País el 2 de febrero de 1992, bajo el título “George Bush y Japón”, recurrió, para dar peso a su comentario, a unas declaraciones de Nachiro Amaya, reconocido como uno de los artífices de la prosperidad japonesa de la posguerra, que desde su puesto de viceministro de Industria y Comercio Internacionales dijo que “el superpoder América está cansado y todo el mundo a su alrededor tiene que ocuparse de él”. A seguidas, el autor del artículo de marras copia parte de otro trabajo que había escrito en el mismo diario: “Tal como escribí en El País hace un año (La guerra no desatada), ‘Estados Unidos ha demostrado ser una preeminente potencia militar y tecnológica, pero ser una potencia militar y tecnológica tan formidable no significa que siga siendo la potencia económica suprema”; y sigue diciendo que “señalaba entonces que en los conflictos militares el coste es un factor irrelevante, mientras que en la materia de competencia económica resulta primordial”. Y concluía: “Los vencedores de la guerra del golfo serán Alemania y Japón…y el resentimiento contra Alemania y Japón, y contra este último en particular, aumentará. Habrá presiones para lograr concesiones comerciales …esta es también una de las consideraciones del nuevo orden mundial, en el que la economía es la continuación de la guerra por otros medios”.