Los datos aportados por la universidad de Noruega sumados a los revelados por Bernie Sanders, sustentados por estadísticas frescas, ponen al desnudo cómo el desmonte de la cohesión social derivada de la implementación de políticas públicas internas con impacto en el ámbito de la competencia por los mercados a nivel internacional, conducen a Estados Unidos (así como a lo largo de la historia han conducido a otros países poderosos) hacia la decadencia, una situación que se expresa, con signos muy peligrosos, en la falta de confianza entre sus aliados occidentales y pérdida de autoridad política y moral, en razón de que el mensaje de bienestar que le refleja como espejo, ya no es un modelo.

Lo de peligroso viene dado por el hecho de que, históricamente, los países que van perdiendo su hegemonía, y cediendo terreno de manera forzosa e involuntaria a algún competidor o competidores que asumirán la hegemonía liquidándolos como fuerzas decisivas para suplantarlos o, si no son liquidados de manera definitiva o a corto plazo, disminuirlos considerablemente en influencia y poder, lo que genera una reacción, por lo general violenta, que inicia en principio con desencuentros diplomáticos que escalan a tensiones verbales y conducen inexorablemente a la confrontación bélica.

Partiendo de este razonamiento, que tiene como referente un comportamiento lineal en el relato de los acontecimientos que detallan el surgimiento de países poderosos y la posterior pérdida de poder, algunos analistas políticos e incluso historiadores entienden que estamos a las puertas de una guerra en la que, por primera vez, más de un país haga uso de armas atómicas que, aunque de alcance limitado, pudieran cobrar más vidas que las que cobraron las bombas lanzadas en Hiroshima y Nagasaki debido a que la densidad de la población es mayor (en cualquiera de los países que se enfrenten) a la que existía en el 1945 cuando el presidente estadounidense Harry Truman decidió dejar caer el 6 de agosto la Little Boy sobre la primera ciudad japonesa y tres días después, la Fat Man sobre la segunda ciudad, para un saldo aproximado de 120 mil personas muertas y un número similar de heridos.

Esta reacción bélica casi uniforme de las potencias que se sienten amenazadas está acompañada de un componente que define el desenlace de la confrontación: la superioridad económica y tecnológica. En esa dirección opina el historiador británico Paul Kennedy en su libro “Auge y caída de las grandes potencias” cuando afirma que “lo que sí parece indiscutible es que una guerra prolongada (habitualmente de coalición) la victoria ha correspondido reiteradamente a la parte con una base productiva más floreciente…o, como solían decir los capitanes españoles, a aquel que tiene el último escudo”.

La cita que he tomado de la segunda edición (1995) del libro mencionado (la primera corresponde al año 1986) que el autor califica de un juicio cínico, pero “en esencia correcto”, lo refuerza con la siguiente orientación: “…y precisamente porque la posición de poder de las naciones líderes ha ido acompañada de cerca de su posición económica relativa durante los últimos cinco siglos, es que parece útil preguntarse cuáles podrían ser las implicaciones de las actuales potencias económicas y tecnológicas en relación al actual equilibrio de poder. Esto no significa negar el hecho de que los hombres hacen su propia historia, pero lo hacen en el marco de una circunstancia histórica que puede restringir (o inaugurar) posibilidades”.

Pues bien, la cuestión de la pérdida de hegemonía como producto de la implementación de políticas públicas de aparentes efectos positivos inmediatos para la economía, pero que derivan en negativas con el paso del tiempo, como fueron las acometidas por Ronald Reagan, esconden una futura trampa expresada en un círculo vicioso que semeja a la arena movediza en la que cada movimiento del atrapado lo conduce a una pulgada de hundimiento. Kennedy, lo expresa así: “Las grandes potencias en decadencia relativa responden instintivamente gastando más en ‘seguridad’, y por lo tanto desvían recursos potenciales del terreno de la ‘inversión’ y alargan su dilema a largo plazo”.

Los yerros cometidos durante la administración Reagan en su apuesta por el Estado mínimo, como veremos más adelante, tuvieron una cara opuesta en Asia del Este que, sin dejar de comprender la importancia del mercado en el desarrollo de una sociedad capitalista global, asignaron al Estado el papel de distribuir los recursos generados por las ganancias del capital para combatir la pobreza, invertir en educación y abrir un amplio espacio de oportunidades para los ciudadanos, de suerte que construyeron sociedades más cohesionadas. Estas acciones abrieron el camino para que la unipolaridad se fuera quebrando e inició un nuevo juego que abrió espacio a la emergencia de países en vías de desarrollo para poner en aprietos a naciones poderosas.

Joseph Stiglitz, en su libro “El malestar de la globalización” lo describe así: …y el Banco de Desarrollo de Asia aboga por un ‘pluralismo competitivo’ que brinde a países en desarrollo enfoques alternativos sobre estrategia de desarrollo, incluyendo el ‘modelo asiático’ -en el que los Estados se apoyan en los mercados, pero cumplen un papel activo en crear y guiar los mercados, incluyendo la promoción de nuevas tecnologías, y donde las empresas asumen una considerable responsabilidad en el bienestar social de sus empleados-  en que dicho banco califica de claramente distinto el modelo norteamericano propiciado por las instituciones de Washington”.