Regresaba de Beijing a Santo Domingo tras un par de semanas en China en las que visité varias provincias que incluyeron recorridos por ciudades y zonas rurales. El desplazamiento en trenes, autobuses y autos eléctricos (todos silenciosos) me hicieron testigo del levantamiento al vapor de una infraestructura moderna que describe más que el crecimiento económico del país, un frenesí, una ebullición económica puesta a la vista no solo en las vías férreas para el transporte de alta velocidad, no solo en modernas carreteras y puentes que conectan por todas partes el inmenso territorio chino, no solo en las anchas y modernas avenidas que dan un cariz que mezcla músculos económicos y belleza, sino en las interminables grúas desparramadas de lado y lado de las aceras en la ágil tarea de levantar edificios que coquetean con las nubes en sustitución de estructuras de diez a veinte pisos que son derribadas como si fueran fichas de dominó que se desploman una tras otra sin pausa; fue una experiencia visual que me hizo comprender mejor el motivo central de la visita: encuentros con los dirigentes chinos para compartir los programas y planes de desarrollo que procuran el diseño de “una sociedad modestamente acomodada” bajo la responsabilidad de funcionarios “no contaminados con el hedonismo”, y que, además, tengan claro que “el centro de las políticas públicas son los ciudadanos”.

Mi regreso incluía una escala en Nueva York que se convirtió en una estadía de algunos días. El arribo al aeropuerto John Fitzgerald Kennedy transcurrió con la normalidad (incómoda) que impusieron los atentados a las Torres Gemelas el 11 de septiembre de 2001. Salí con algunos de mis familiares de la estación aérea hacia el estado de Nueva Jersey, y ocurrió lo inevitable: ante mis ojos apareció el contraste con lo visto en China: las calles bacheadas y llenas de promontorios asfálticos, edificios imponentes mezclados con otros en franco deterioro, el túnel Holland bajo el río Hudson congestionado de vehículos que no podían avanzar creando una sensación de encierro, agravada por la humedad y las grietas que respondían a la presión del agua. Al día siguiente regresé a la ciudad por donde ingresé al país; menos cansado, y con los sentidos más agudos, puede percibir una ciudad decadente o atrapada en el pasado. Esa percepción la acentuó mi paso por los alrededores de las vías de los trenes que conforman el Metro de Nueva York. Un ensordecedor ruido de metales, que mezclaban golpes y chirridos, se espaciaba en estallidos que semejaban el derrumbe de una estructura de acero descomunal, lo que creaba un ambiente psicológico para un falso olor a herrumbre. Era un ambiente que ponía en escaparate una ciudad chatarra, con evidente pobreza y mendicidad callejera, exhibiendo Rolex, mientras circulaban por las calles Rolls-Royce y todo tipo de productos de alta gama, en una especie de lucha entre la decadencia y un dudoso impulso hacia el futuro.

Pero Nueva York es solo un botón de muestra, pues las obras de infraestructuras, como carreteras y trenes que conectaron al país para permitir el impulso económico y el afianzamiento de los Estados Unidos como nación capitalista líder, entran en la obsolescencia, sobre todo en lo relativo a los trenes que, mientras han evolucionado hacia tecnologías modernas que incluyen la alta velocidad, los estadounidenses responden a las necesidades que se tenían hace 120 años; de ahí que el expresidente Donald Trump llamara la atención, durante la campaña presidencial que lo llevó a la Casa Blanca, sobre esta realidad prometiendo incluso enfrentarla para poner a la tierra que le vio nacer, en términos de conexión interna rápida y eficaz, al nivel de países como España y China, para lo que se comprometió a invertir en obras de infraestructura 1000 millones de dólares, pues como señala una publicación de DW del 17 de julio de 2017, bajo el título de “La infraestructura de EE.UU.: deteriorada y en el olvido”, “El transporte ferroviario en Nueva York está crónicamente sobrecargado, tiene más de 120 años. Las calles están llenas de baches. Los túneles están deteriorados y los puentes y sistemas de canalización en ruinas”.

Esa publicación da cuenta, sin embargo, de que la promesa de Trump cayó en el vacío, cuando indica que “en esta primavera la Casa Blanca publicó un documento de seis páginas en el que se podía entrever que el Estado se retirará, en parte, en el futuro con respecto a la financiación de la infraestructura. Esto se demuestra en el presupuesto: el Gobierno solo invertirá 200 mil millones de dólares en el paquete de infraestructura prometido. Los restantes 800 mil millones procederán de los estados y las comunas, lo que suponen muchos problemas, sobre todo para las zonas rurales”. Así se dijo y así fue, pero Joe Biden al hablar ante los congresistas en la víspera de cumplir sus primeros 100 días al frente de la administración del Estado, anunció un plan de reformas de carácter progresista que se propone desmontar las estructuras neoliberales creadas por Ronald Reagan, que tiene como pilar una reforma tributaria progresiva que permitiría, con el aporte justo de los que más ganan, financiar obras de infraestructura que saquen de la obsolescencia a las actuales, porque el proyecto inicial del predecesor del actual inquilino de la Casa Blanca apostó finalmente a la inversión privada para este proyecto, lo que a decir de expertos generaría una carga para los ciudadanos que tendrían que pagar peajes por el uso de las vías; un requisito de los inversores para recuperar en corto tiempo la inversión, además de que estas obras no se construirían en zonas rurales porque no serían rentables, lo que profundizaría la situación de desigualdad existente.

Biden tiene bien claro el problema, de ahí que dijera a los congresistas que Wall Street no construyó a Estados Unidos, que la construcción del país fue el producto del esfuerzo de los trabajadores y la clase media, a lo que agregó al Estado como fuerza determinante para sacar adelante a la nación en momentos de crisis. La cuestión es que el deterioro de la infraestructura del país le conduce a la pérdida de competitividad y, el mandatario, sabedor de los retos que tienen los estadounidenses frente a los chino en el marco de la lucha por los mercados, entiende que impulsar este proyecto les pondría en un carril favorable, por ello “advirtió… que el Congreso debe adoptar su plan de gasto multimillonario para renovar la economía nacional, ya que China "se está comiendo el almuerzo" de la potencia norteamericana”, según una publicación del portal France 24 del 7 de mayo de 2021, en el que se informa, también, que no solo se trata de un proyecto destinado a la modernización de la infraestructura de los Estados Unidos, sino en otras áreas: “Se necesita una nueva estrategia, centrada en la investigación y el desarrollo, porque los chinos se están comiendo nuestro almuerzo económicamente. Están invirtiendo cientos de miles de millones de dólares en investigación, comentó el mandatario”.

El consenso es el punto crítico de la propuesta del presidente estadounidense que procura “la reconstrucción del país”, porque no solo tendría que buscar el apoyo de los republicanos que han manifestado su oposición al proyecto de reformas, sino de militantes de su propio partido que responden a los intereses de los grupos financieros que fueron determinantes en la implementación de políticas públicas neoliberales desde la presidencia de Donald Reagan,  incluyendo a los gobiernos de los presidentes demócratas, Barak Obama y Bill Clinton, además de enfrentar de manera directa a esos sectores de la sociedad. Este es un reto difícil si tomamos en cuenta que, como hemos dicho, China ha planificado su desarrollo con diseño a largo plazo sin interrupciones más que cortos períodos de evaluación que le permite hacer los ajustes necesarios a la luz de la dinámica y los cambios que impone la realidad, pero que no necesita de los consensos que para la administración Biden, o para cualquier otra en los Estados Unidos, se hace indispensable, porque franquear a la oposición es prácticamente imposible; es el tiempo y el esfuerzo denodado que permiten construir esos consensos sobre la base de apoyos en el Congreso y de los poderes fácticos que inciden en los legisladores y moldean a la opinión pública a través de los medios de comunicación que representan a grandes corporaciones.