Custodiando una enorme puerta de cristal, flanqueada por esplendorosas vitrinas, un señor, mezcla de guardaespaldas y portero, sonrió, empuñó los tiradores de bronce, y permitió nuestra entrada al fastuoso templo de la moda femenina. En el interior, deslumbraba el piso de mármol y madera en un ambiente regio, más parecido a un museo que a una tienda: las piezas, iluminadas con precisión y delicadeza, descansaban en urnas transparentes sobre pedestales blancos. Escrutando los magníficos escaparates, media docena de ricos clientes, algunos apurando copitas de champagne cortesía de la casa, seleccionaban y revisaban objetos de sus deseos. Se respiraba una solemnidad consumista de alto precio.
Fue la curiosidad quien nos llevó a mi esposa y a mí a esa suntuosa tienda de la calle Serrano, en el Barrio de Salamanca, mientras paseábamos por Madrid: queríamos conocer el precio de la mercancía. Atildada y melosa, la vendedora aceptó el interrogatorio, creyéndonos compradores, y recitó los precios con apacible naturalidad. A poca distancia, una señora de rasgos orientales compraba gozosa lo que le venía en gana.
Mientras escuchábamos aquellos valores exorbitantes, irrumpió en el establecimiento, cargada de fundas y sosteniendo un enorme bolso de mano, una mujer joven, mulata, de cabellos negros bien peinados, suelta de modales, vestida y enjoyada con más riqueza que gusto. Pensé en mujer de narco, de político corrupto, o en nueva rica. El personal le dio la bienvenida con inusual familiaridad. Entonces, dirigí mi irrefrenable e imbatible curiosidad hacia ella.
El Barrio de Salamanca cumplió ciento cincuenta años y fue la primera expansión moderna de la capital española. Desde entonces, acomoda y concentra a nobles y ricos de la ciudad, sus oficinas, sus centros de ocio, importantes centros culturales, y a magnates de todas partes del mundo. En su corazón se encuentra el restaurante preferido del Rey Juan Carlos, y no es raro ver sentados en sus terrazas a luminarias del arte, de la política, y de la empresa. Es el lugar preferido de los “pijos” (riquitos} españoles. La calle Serrano, una vía chic, equivale a la Park Avenue en Nueva York, y a la rue Montaigne de París.
La dependienta observó el interés que despertó en nosotros la llamativa mulata, y preguntó: – ¿Ustedes la conocen, verdad…?. Contestamos negativamente. Ella añadió: – Ah, como ustedes también tienen acento suramericano, pensé que la habrían reconocido. Aquí es como de la familia, viene a menudo, tiene un piso en este mismo edificio. Dándose cuenta que no teníamos ni idea de quién era, informó: – Es la hija de Chávez, el de Venezuela, dicen que fue la preferida del padre.
Sabía algo sobre la fortuna de la familia del difunto comandante, y que su hija Maria Gabriela residía en Madrid, así que verla en aquella tienda no me sorprendió; además, soy dominicano y asumo que la corrupción no la detienen ni comandantes, ni líderes revolucionarios, ni políticos de izquierda ni de derecha: es un virus contagioso tercermundista, endémico en Latinoamérica, y que afecta a su clase gobernante. No me conmovió la rimbombancia de esa dama bolivariana, pero sí me indignó.
Para disgusto de la vendedora, conociendo que en esa tienda un portamonedas costaba quinientos dólares y las carteras podían subir hasta veinte mil, salimos sin comprar nada y seguimos nuestro paseo por la calle de Serrano, donde dicen que vive esa despampanante heredera de la revolución venezolana, sin duda, por culpa del imperialismo yanqui.