Hay que reconocer que si hay una institución del Estado dominicano que ha avanzado en los últimos 20 años es el Poder Judicial. No obstante,  ese reconocimiento no es el socialmente esperado, se limita a sectores de una comunidad jurídica que conocen su antes y su después y, aún en la medida de sus intereses, le reconocen grandes avances. Los jueces y juezas dominicanas son modelos en Iberoamérica en cuanto a su formación,  políticas de igualdad de género,  liderazgo institucional, reconocimientos internacionales por su probidad, protocolos éticos,  con probados y efectivos modelos de gestión y con estadísticas que muestran una admirable baja en la mora judicial. Pero…es una realidad poco valorada.

La sociedad en general no está empoderada de la justicia ni de garantías como la tutela judicial efectiva y el  debido proceso, no los entiende; pero sí  le interesa lo que vive, y lo que vive y percibe son  avances en tecnología, delincuencia, crimen organizado,  reclamos de transparencia y niveles de corrupción. Entonces ve a la administración de la justicia como la que debe condenar todo lo que cree que es malo, y si no lo hace entonces no sirve. En los litigios siempre uno gana y otro pierde, por ello esa posición es sumamente peligrosa: alguien siempre se quejará.

Otra causa es que hay casos, en el ejercicio del Derecho, donde prima la cultura de la mezquindad en la cual el abogado que pierde justifica, ante su cliente, su negligencia o incapacidad en la supuesta corrupción del que juzgó o acusó. Eso erosiona la percepción de la sociedad con respecto al  sistema judicial. Hay otros que, en procura de buscar presión social,  recurren a los “tribunales de los medios de comunicación” en los cuales se condena o absuelve extrajudicialmente a la persona. Ahí las universidades deben hacer un mea culpa ya que juegan un rol primario en lograr las competencias que la sociedad de hoy  reclama al togado.

El Poder Judicial dominicano no recibe ni el 50% del presupuesto que por ley le corresponde. Esa es la gran debilidad, siempre pasada por alto y ni siquiera priorizada en  las propuestas de planes de gobierno, esto a propósito de la campaña electoral. No obstante, a ése que se le pide tanto, que carga normalmente con el rebote de los errores de otros,  imparte justicia en un furgón, con bajos niveles salariales, con déficit, en fin, hace, de tripas… “justicia”.

Por otra parte,  el juez no puede ser timorato ni de la opinión pública  ni del Ministerio Público ni de sus deseos personales ni de su superior ni de algún político inmoral ni de su juzgador, debe ser timorato de su independencia, de su imparcialidad y de su neutralidad.  Empero, la corrupción, que es inteligente y paciente,  se filtra en uno y lo estremece a todos.

Y ese soborno  va más allá de la situación planteada en la parábola de Frank Kafka sobre el guardián de la Puerta de la Ley y el campesino que quería entrar y no pudo: “El hombre, que se ha provisto de muchas cosas para el viaje, sacrifica todo, por valioso que sea, para sobornar al guardián. Este acepta todo, pero le dice:-Lo acepto para que no creas que has omitido ningún esfuerzo”. El soborno no es tan iluso como en el caso de Kafka, el crimen organizado es poderoso. Los sobornados normalmente se justifican en  un hipergarantismo que desacredita la teoría de Ferrajoli y destruye la moral de todo un sistema. En estos casos de jueces imputados, todos lo sabemos: sólo el castigo ejemplar reivindicará.

Igualmente hay que poner en claro las reglas del escalafón judicial, los ascensos, los traslados, pues su ejecución  está enfrentando serios reclamos de vulneraciones de derechos de jueces y juezas que pone su mácula al sistema.

Para rematar le endosan a lo Judicial hasta el auge de la delincuencia. No podemos ver en las normas penales las causas exclusivas del aumento de la criminalidad en nuestro país, hay que hablar también de faltas de efectivas políticas de prevención del delito, de recursos científicos y técnicos en los operadores del sistema,  transculturización de comportamientos ilegales a través de series televisivas y novelas, elección de una vida delincuencial como modo fácil de adquisición de riquezas, así como falta de políticas públicas que permitan una igualdad de oportunidades en todos los órdenes.

Los que comenten delitos frecuentemente, con el trascurrir del tiempo, se aprenden las debilidades del sistema, las van conociendo, y ello  desnaturaliza la eficacia de la ley porque actúan a sabiendas de que el Estado no tiene los mecanismos científicos ni técnicos para probar su culpabilidad y condenarlos. Eso aumenta las prácticas delincuenciales y la imagen de la justicia se va desmoronando.

Finalmente, soy de opinión que hay que incluir en el Consejo Nacional de la Magistratura a la academia (Mesa de Decanos y Directores de Facultades y Escuelas de Derecho), al Colegio de Abogados  y a la sociedad civil como forma de fortalecer ese reconocimiento social y político que a veces se cuestiona y afianza la desconfianza.  El desafío inmediato, aunque el problema es de Estado, está en que el sistema judicial debe empoderar a la sociedad de su verdadero papel, de sus avances, de sus logros, de sus valores, y legitimarse socialmente.

La Diosa Temis enarbola el valor de la transparencia al estar desnuda, lo que pasa es que, a veces, quizás “por pudor”,  la visten y nunca se conocen los defectos y las virtudes de su cuerpo. La Cumbre de la Justicia, pendiente de realizar,  es el escenario ideal para verla desnuda.