El reciente referendo griego ha multiplicado ad nauseam las alabanzas cliché a la democracia directa. “Ha hablado el pueblo soberano”; “nuevamente los ciudadanos de la Grecia, origen de la democracia, actualizan el ideal ateniense”; “el pueblo griego ha demostrado que es soberano, digno y un ejemplo para el resto”; “la ciudadanía nacional y popular se impone contra el poder oligárquico y globalizado de los bancos”; son solo algunas de las frases que proliferan en los medios de comunicación y redes sociales, que ya forman casi una teoría kitsch de la democracia, asumida por ciudadanos de a pie e incluso por muchos intelectuales y que parecerían dar la razón a Borges cuando afirmó que la democracia no es más que “una superstición muy difundida, un abuso de la estadística”.
¿Corresponden a la verdad estas afirmaciones? ¿Es tan democrático el procedimiento de referendo como se infiere de la constante apología mediática a raíz del oxi griego? Estas son las cuestiones esenciales que hay que contestar más allá de la coyuntura particular del referendo en Grecia, pues dicen mucho de lo que es la democracia, del tipo de democracia que consagra nuestra Constitución, de la democracia que tenemos y de la democracia a la que debemos aspirar y por la que debemos luchar los ciudadanos.
Ante todo, hay que despejar el mito de la democracia en la antigua Grecia. Esta duró poco tiempo y se limitó exclusivamente a la ciudad de Atenas. Es cierto que había una participación directa de los ciudadanos en las decisiones que afectaban a asuntos públicos y que allí eran elegidos los administradores a cargo de implementar las resoluciones adoptadas por los ciudadanos en la plaza pública. Pero lo cierto es que la población de Atenas ascendía a menos de 40,000 personas y que no votaban ni las mujeres, ni los esclavos, ni los extranjeros. Como se puede ver, era una democracia bastante limitada en número de participantes: exactamente los que caben en el parque central de uno cualquiera de nuestros pueblos. Esto demuestra, además, que puede existir una democracia claramente discriminatoria, como la de Estados Unidos de América en la época de la esclavitud y de la segregación racial y la Sudáfrica del apartheid, donde amplios segmentos de la población quedan despojados de gran parte de sus derechos fundamentales, principalmente los de participación política. Y es que solo una democracia liberal no tolera excepciones a la igualdad ni admite ciudadanos de segunda clase y solo una democracia social no consiente desigualdades materiales que se traduzcan en la práctica en una disminución de los derechos de ciudadanía.
Pero… ¿qué tan democrático es el referendo? Para responder esta pregunta, es crucial entender que se trata de un procedimiento que parte de un prejuicio, o, para decirlo con las palabras de Hans-Georg Gadamer, de una “pre compresión” de lo que es el pueblo como ente político y que bien explica Carl Schmitt. Según el jurista alemán, “el pueblo […] no es una instancia firme, organizada”. A pesar de ello, el pueblo es y debe ser “capaz de decisiones y actuaciones políticas”, principalmente en aquellas “cuestiones fundamentales de su existencia política” que se manifiestan “solo en pocos momentos decisivos”. Afirma Schmitt que “la forma natural de la manifestación inmediata de voluntad de un pueblo es la voz de asentimiento o repulsa de la multitud reunida, la aclamación”. El pueblo, conforme Schmitt, siempre puede “decir sí o no, asentir o rechazar”. Pero que quede claro: para el constitucionalista, “el pueblo solo puede decir sí o no; no puede asesorarse, ni deliberar, ni discutir; no puede gobernar ni administrar; tampoco puede elaborar normas, sino únicamente sancionar con su sí el proyecto de norma que se le presente. Sobre todo, tampoco puede hacer preguntas, sino que tiene que limitarse a responder con un sí o un no a la pregunta que se le someta”.
Y he aquí una de las principales debilidades del referendo desde la óptica de la teoría democrática. Ya no solo es que la ciudadanía no tiene poder sobre la pregunta sino que el carácter binario de la respuesta, sí o no, produce una mayor polarización social en un juego en donde quien gana se lo lleva todo y, lo que es peor, conduce a la simplificación de las soluciones a problemas complejos. El resultado: como bien expresa Josep Castella Andreu, “disminuye la calidad del propio debate político, al plantearse en términos de todo o nada. En este contexto desaparecen casi totalmente los derechos de las minorías y también la posibilidad de transacción y discusión, ínsitos a la democracia parlamentaria”.
¿Significa lo anterior que no debe propugnarse por el referendo como mecanismo de participación de la ciudadanía? No. Significa tan solo que hoy la democracia debe ser fundamentalmente representativa, pluralista y deliberativa; que la democracia directa debe verse no como el sustituto de la representativa sino como un correctivo de la democracia indirecta, para que esta no se transforme en una dictadura de partidos no representativos; que el referendo debe reservarse a las cuestiones políticas fundamentales en el plano nacional y utilizarse con mayor frecuencia en el plano municipal, pues contribuye en ese nivel local a combatir el clientelismo y el caciquismo; y que la participación directa no debe reducirse al referendo sino que debe incluir otros mecanismos que fomentan una mayor participación ciudadana como la iniciativa legislativa popular, el jurado y los presupuestos participativos.