El SARS-CoV-2, nombre científico del COVID-19, es un tipo de coronavirus de entre otros que ya habían surgido. El primero fue el SARS aparecido en China en 2003 y el segundo el MERS de Medio Oriente en 2012. Por tanto, no es la primera vez que la humanidad se enfrenta a este síndrome respiratorio agudo. Sólo que el actual, dada la facilidad con la que se propaga, hace que sea particularmente peligroso. De igual modo, la extensiva globalización que rige el mundo en este siglo, que permite, a quienes pueden que son cientos de millones de personas, desplazarse de un continente a otro en horas, ha creado las condiciones propicias para que esté en prácticamente todo el planeta. Sin embargo, para efectos de esta reflexión quisiera centrarme en dos elementos que, a nuestro entender, resultan especialmente nocivos cuando están presentes de manera significativa en una sociedad que debe enfrentar este virus: la desigualdad y la ignorancia general de la población.
Los países del sudeste asiático como Corea del Sur, Japón, Taiwán, Singapur y China han sido, hasta ahora, los que mejor han enfrentado al COVID-19. Con tres elementos principales: disciplina social, implementación de alta tecnología (sobre todo en cuanto a administración de macro datos y geolocalización) y eficiencia gubernamental. Con lo cual, se han erigido como paradigmas de gestión de crisis de este tipo ante el mundo. Así también, inciden elementos culturales en tanto estos países conforman, en términos civilizacionales, un mundo cultural milenario. La concepción occidental de la libertad individual, en cuyo marco las sociedades se construyen a partir de individualidades, no es la misma en esa zona asiática donde lo individual se considera al servicio del bien superior colectivo. De ahí que a japoneses, coreanos y chinos no se les hiciera tan complicado suspender libertades individuales a la hora de atenerse a las cuarentenas y encierros que obligó el combate a la pandemia. Muy diferente a lo acontecido en Europa, por ejemplo.
En Europa, asimismo, el COVID-19, particularmente en Italia, España y Francia (y próximamente Inglaterra), ha dejado una importante estela destructiva. Pero en ese continente, en cuanto a letalidad y hospitalizaciones, el virus ha tenido una clara traducción en términos de edad. Es decir, en Italia el 96% de los muertos han sido personas mayores de 60 años y en España el 95%. Cifras muy parecidas se repiten por toda la zona europea. Están muriendo fundamentalmente envejecientes y personas con condiciones médicas preexistentes. Lo cual, en un escenario de miles de contagios nuevos diarios, ha llevado al borde del colapso sistemas médicos universales de esos países desarrollados. Que, vale decir, como en Italia y España, han sufrido procesos de recortes y precarización los últimos 15 años de la mano de gobiernos conservadores y a exigencia de la Unión Europea bajo el discurso de la austeridad o “austericidio”.
Si en Europa la clave es de edad para determinar quiénes son los más afectados por el COVID-19, en países como República Dominicana, será la cuestión de clase fundamentalmente. Esto es, la desigualdad. Esa desigualdad que naturalizamos y toleramos por tanto tiempo como algo “normal” nos está ya reventando con esta crisis sanitaria. La instalación de ese imaginario conservador imperante en la mente del dominicano (que en artículo anterior explicamos: https://acento.com.do/2019/opinion/8739803-republica-dominicana-un-pais-de-pobres-conservadores/), lo cual propiciaron nuestras élites dirigentes y económicas a través de sus aparatos reproductores de sentido como medios masivos, será un gran problema. Porque toda esa iniquidad naturalizada como normal, y consecuencia lógica del “progreso” donde unos se quedan atrás siempre, chocará con una pandemia con alto grado de propagación y que precisamente requiere disciplina social y condiciones médicas/técnicas para evitar catástrofes humanitarias.
Esas imágenes de dominicanos de barrios populares desoyendo las órdenes de cuarentena, a diferencia de cómo se interpretó desde la visión moralista de clase media, tienen que ver con desigualdad. Lo cual se manifiesta en dos claves. La primera es que se trata de gente que, en su mayoría, vive de la informalidad y por tanto necesita salir a la calle para conseguir su sustento. Y también, recordemos que en el país alrededor del 70% de los trabajadores tienen sueldos por debajo del costo de la canasta básica. En ese contexto, no es sencillo para esa parte de la población acogerse a cuarentenas cuando tienen que sobrevivir a día a día. En un país que lleva más de 10 años en crecimiento macroeconómico sin desarrollo humano ni distribución. Y muy pocas veces, se articularon discursos o posicionamientos políticos desde la clase media en contra de esa desigualdad tan manifiesta y obscena. Mucho menos desde las clases altas: sector que en gran medida a cooptado esa riqueza espectacular generada en medio de tanto crecimiento. Entonces, no es justo que ahora vengan a regañar a la masa empobrecida para la cual una cuarentena tiene implicaciones de sobrevivencia.
Por otro lado, esa pobreza material conlleva, asimismo, una gran pobreza cultural. Somos un país especialmente ignorante. De una ignorancia inducida desde las élites. Porque no hay mejor forma de dominar un pueblo que manteniéndolo en la oscuridad intelectual. Esto se refleja en la forma en que nuestro pueblo, en general, está procesando esta crisis mediante alarmismos injustificados, proliferación de noticias falsas y ruido mediático. Brillando por su ausencia la disciplina social tan necesaria en esta coyuntura. Y nuevamente, no es culpa del pueblo llano. Se equivoca el moralismo clasemediero que estos días no para de condenar a los que siguen en las calles o no procesan bien la crisis. Los de abajo no actúan así porque quieren, sino porque nuestro país nunca les facilitó mejores elementos intelectuales y culturales.
Y ahora, en un contexto de crisis sanitaria, que exige mecanismos muy concretos de disciplina social y organización, todo aquello revienta. Y esas mayorías son las que, como los viejos europeos, van a poner las mayores cifras de muertos y afectados graves con este virus. Los ricos y las clases medias más acomodadas gozarán de buenas atenciones médicas en tiempo y forma. También tienen los accesos e información para saber cómo cuidarse a sí mismos y a quienes les rodean. No es igual en los barrios pobres y campos. La desigualdad marcará la pauta en esta crisis tan peligrosa que amenaza miles de vidas.
Ya se reflexiona en el mundo, en un plano geopolítico y económico, de que el COVID-19 impulsará reconfiguraciones mundiales y debilitará el modelo neoliberal que pone el capital por encima de la vida. En nuestro país, deberíamos luchar para que esta crisis nos lleve a decirle nunca más a tanta desigualdad. Y nunca más a dejar los de abajo tan atrás. Porque la desigualdad es la que, sobre todo, mata en una pandemia.