En artículos anteriores vimos como el aumento de la desigualdad es una condición indeseable que las sociedades han tendido a contrarrestar a partir de legislaciones progresistas y de políticas sociales. Así como, que el crecimiento económico puede convivir, por lo menos a corto plazo, con una creciente desigualdad, aunque esto conduzca a un desarrollo de baja calidad. Vimos también como algunos estudios evidencian que los países con mayores desigualdades tienen peores rendimientos escolares, menores esperanzas de vida, mayores problemas de salud, mentales y de consumo de drogas.

Continuando con el tema de la desigualdad, en este artículo abordaremos en dos entregas sus consecuencias en la democracia, el empoderamiento y la cohesión social.

Desde su origen, la democracia se ha caracterizado por ser un sistema o un sub-sistema de relacionamiento social donde interactúan personas con reglas definidas e iguales derechos. El término surgió en Atenas para significar “el gobierno del pueblo”, aunque en ese momento el sistema político de la ciudad no era democrático ya que los esclavos, las mujeres y los extranjeros no participaban en la toma de decisiones colectivas. Sí eran democráticos los espacios sociales donde los hombres libres votaban sobre asuntos concernientes a la ciudad, bajo procedimientos de participación directa, en los que la elección de cada ciudadano tenía el mismo valor. Esa concepción de peso igualitario de los actores, esa similitud de derechos y el respeto y la legitimidad que se confiere a los procedimientos, constituyen todavía la esencia y el espíritu de la democracia.

La paridad es una condición deseable para la democracia, aunque esta no demanda una igualdad absoluta entre quienes la componen. La democracia no requiere suprimir las diferencias sino reconocerlas. Inclusive, sustenta la igualdad, no a través de la homogeneización de sus actores, sino a partir de una ética de aceptación de las divergencias. El reconocimiento de la singularidad de cada persona frente al resto, es lo que permite la integración del otro como diferente, aceptando la diversidad y produciendo la emergencia de la tolerancia.

Lo que sí es ideal para la democracia, es que sus actores tengan ponderaciones o cuotas similares de poder, para que las diferencias económicas o de cualquier índole, no desnaturalicen la imparcialidad de sus dinámicas. La menor asimetría favorece el rejuego democrático, ya que dificulta que algunos puedan incidir a favor de sus intereses y propósitos.

La democracia reconoce la diversidad y la desigualdad, por lo que define procedimientos para que sus actores posean la mayor equivalencia participativa e interactúen como iguales. Es más justa y equilibrada en la medida en que los sujetos que la integran tienen pesos similares en las dinámicas que la caracterizan. Sin embargo, las disparidades económicas, políticas o de cualquier tipo generan desigualdades que pueden reflejarse como desequilibrios que afecten la imparcialidad de los procesos.

Históricamente la democracia se ha desarrollado más en sentido formal que sustancial. Las constituciones y las leyes igualan políticamente a los ciudadanos en derechos, por encima de las desigualdades económicas y sociales. Pero ni siquiera en el ejercicio político esa igualdad existe plenamente, tal y como se verifica en los procesos electorales. Todos tenemos derechos a elegir de forma igualitaria. El voto del rico y del pobre tienen el mismo valor en una urna, esta es la igualdad formal de la democracia, pero la capacidad de incidir en los resultados finales de la elecciones y en sus consecuencias, es mucho mayor en quienes poseen más riquezas.

Todos tenemos derecho a ser elegido. Pero cada vez se requieren más recursos para ser candidato, sea presidencial, congresual o municipal, por lo que el poder económico ha terminado teniendo una gran incidencia en las costosas contiendas electorales. Un mayor financiamiento permite mejores asesores, mayores capacidades de movilizaciones humanas y el desarrollo de poderosas campañas mediáticas, las cuales inducen mucho las preferencias electorales. Además, en sociedades pobres y con debilidades institucionales, los recursos económicos facilitan el clientelismo y hasta la compra de votos. Las élites son responsables de una cuota importante del financiamiento electoral, pero no entregan sus recursos gratuitamente, sino condicionados a compromisos posteriores.

Las influencias de los grandes sectores económico no sólo se presentan en las coyunturas electorales, sino que se manifiestan continuamente a través de las asociaciones y grupos de intereses. Los cuales tienen una facultad sinérgica donde el poder de estar asociados es superior a la suma de sus capacidades individuales. Con su potencia incrementada pueden incidir más efectivamente en los gobiernos y los legisladores con la finalidad de lograr medidas y políticas que favorezcan sus intereses. De ahí su capacidad para configurar las sociedades de acuerdo a las necesidades corporativas.

Los gremios de trabajadores y las organizaciones populares también ejercen un poder social importante. Pero muy inferior al de los grandes sectores económicos organizados, que disponen de mayor acceso a los medios de comunicación, así como de más recursos para captar intelectuales orgánicos y para ejercer abogacías de cualquier tipo en favor de sus intereses.

Las desigualdades económicas también van creando lo que Oxfam llama un “monopolio de oportunidades". Que se genera cuando los más rico logran conseguir mejor educación, atención sanitaria y oportunidades sociales para desarrollarse, en función de los recursos que poseen. Esto produce una transmisión generacional de la riqueza, que refuerza la baja movilidad social existente. La cual se verifica  claramente cuando podemos proyectar el destino de la mayoría de los niños, las niñas y los jóvenes de una población, a partir de la condición económica de sus hogares.

La desigualdad es una condición social regresiva, más en sociedades que valoran el bienestar material en forma creciente. Promueve relaciones sociales diferenciadas en función de la riqueza, generando una especie de discriminación positiva hacia quienes más tienen y negativa hacia quienes menos poseen. Lo que produce jerarquías informales que nos retrotraen a momentos que se entienden superados.

La desigualdad creciente contrarresta la creencia de que la democracia es la forma suprema de organización social, la cual no sólo debe garantizar libertad y participación, sino también bienestar material y justicia social.

Las grandes desigualdades tienden a distorsionar el espíritu y la calidad de la democracia. Esto no significa que las sociedades más desiguales tienen necesariamente peores sistemas democráticos, aunque existen muchos ejemplos que combinan ambos casos. Factores adicionales que inciden en la calidad de la democracia tienen que ver con el diseño y el desarrollo institucional, que garantiza los contenidos del sistema y la efectividad en el cumplimiento de los derechos y las leyes. Así como con la tradición cultural, que define la idiosincrasia y norma las relaciones informales cotidianas.

La democracia aspira a la imparcialidad y no a la discrecionalidad y los privilegios. Los grandes poderes económicos tienen capacidades para distorsionar y desequilibrar los procedimientos democráticos para que los resultados se inclinen a su favor. Mientras mayor sea la desigualdad y la polaridad social, más recursos y posibilidades tendrán las élites para imponer sus voluntades. Esto conlleva una adulteración de la democracia que termina condicionando la sociedad en favor de intereses específicos, los cuales no necesariamente coinciden con los de la mayoría.