Deteniéndonos simplemente en lo físico, en el espacio palpable y contenedor, son varios los lugares los que mi cuerpo utiliza para desprenderse de esa energía rodante. Pudiera elegir un lugar favorito, mi cuarto de baño en las mañanas, el patio o la oficina, también podría mencionar lugares furtivos, umbrales inspiracionales. Pero la realidad es, que en mi oficina, sobre mi escritorio, haciendo uso del teclado, es donde se ejecutará la mayoría de las ocasiones el ejercicio la escritura.

Escribo aquí, donde precisamente estoy en este momento que pronto será pasado, desde los minutos robados. Casi a escondidas, entre papeles, tablas de Excel y dibujos a medias, haciendo una selección minuciosa de los espacios silenciosos y a la vez no tan importantes, espacios de desecho, en cuanto a cuestiones laborales. Algunas veces escribo a mano sobre algún papel rayado o una de mis incontables libretas, pero es el teclado quien en los últimos años ha alcanzado la velocidad que une los pensamientos con los dedos.
Poniendo el cuerpo como centro desde el cual escribo.
Escribo casi siempre desde un ruido que ronda los pensamientos. Este ruido intermitente, puede llegar a ser un obstáculo en el desenvolvimiento del día. Entonces, cuando elijo el momento preciso, el fragmento de tiempo determinado que queda justo en el medio de otros dos elementos igualmente importantes y que esperan, tomo la idea y la escribo desde el pecho, sintiendo cada letra como un clavito que se desprende. Releo y es después que asumo como válido y sumamente importante haber afectado también la piel, el vestido de cuero que me envuelve. Es decir, si al releer, después del trance o vómito que se efectúa a partir del momento que en se inicia la acción, hasta un posible final, esas palabras no me afectan físicamente, pudiera ser y es casi seguro que este ser humano imperfecto desde el cual nace todo lo que aquí presento, entienda que el resultado no ha valido la pena y debamos empezar de nuevo todos, letras, pensamientos retomados, pechos y pieles.