Para quien haya podido estar en Chile en estos días, o conectado a su muy activo acontecer, una noticia le ha obligado a estar conmovido: la caída al mar de un avión de la Fuerza Aérea en el que viajaban 21 pasajeros, entre militares, empresarios, activistas y personajes de la televisión tan famosos como admirados.
El calado de la noticia ha sido tal, que durante casi dos semanas ha sacado de agenda el hecho más importante de los últimos tiempos: la extraordinaria movilización social en torno a la defensa y recuperación de la educación pública.
La coincidencia entre ambos hechos –el día siguiente del accidente se reunieron en La Moneda el Presidente Piñera y su gabinete con los dirigentes educacionales para intentar dar el "vamos" a un diálogo difícil- habla mucho de la sociedad chilena de hoy.
El motivo de viaje de las desafortunadas víctimas era colaborar con el proyecto "Levantemos Chile", una iniciativa liderada por el exitoso empresario Felipe Cubillos –uno de los fallecidos- para recolectar donaciones privadas y orientarlas a la "reconstrucción" de las zonas afectadas por el terremoto de febrero de 2010.
En palabras de Cubillos -que han aparecido y vuelto a aparecer en televisión- la promesa de "Levantemos Chile" es "juntar a los que pueden dar con los que necesitan recibir" y de esa manera, acercando a empresarios y comunidades excluidas del éxito económico de Chile, conseguir progreso generalizado. Todo indica que Cubillos había llegado a creer fielmente, en la posibilidad de que la "sociedad civil" resuelve por sí sola, con la "facilitación" del Estado, los problemas más duros de millones de ciudadanos.
Hecho que provoca sentimientos encontrados, el esfuerzo de gente generosa como Cubillos y sus acompañantes, y su terrible desenlace en la misión al archipiélago de Juan Fernández, resume cómo la dedicación desinteresada de individuos puede ser también la otra cara de la moneda de una sociedad que, boyante en recursos y en opulencia, niega a las mayorías la garantía de derechos esenciales. La contradicción esencial entre aquellos mismos empresarios que están dispuestos a "dar" y su firmeza política en apoyar un modelo de Estado en el cual el aparato público se desprende de increíbles sumas de recursos –impuestos a las grandes empresas, impuesto a la exportaciones de cobre- e incluso financia la ganancia exacerbada de grupos económicos –por ejemplo, a través del subsidio a la educación privada y el transporte-, mientras acusa ausencia de capacidades para asistir oportunamente a chilenos y chilenas marginados del bienestar.
Definitivamente, todo lo que tiene de bueno la caridad puede resultar en odioso cuando se le asume como primera opción para atender lo que no es infortunio, sino inequidades sociales. Si la generosidad personal se fundamenta en la buena voluntad de personas, la esencia de la vida en una república se sustenta en la solidaridad como responsabilidad de cada parte con el todo, que sólo se concretiza a través de un Estado no debilitado, sino capaz, financiado y orientado no a intereses particulares sino a permitir, con políticas claras y transparentes, al bien común. El Estado ayuda no porque sea bien visto o eleve los afectos, sino porque el ciudadano está empoderado de que para esto está y lo exige. No es producto de inspiraciones individuales.
Ya lo decíamos, no es coincidencia que mientras los habitantes de Juan Fernández celebraban los apoyos de empresarios para reconstruir la escuela del lugar, enormes colectivos de estudiantes, profesores y ciudadanos de todo Chile estén abogando durante meses porque ninguna escuela, en una auténtica república y en un modelo económico enorgullecido de sus triunfos, debe quedar tan abandonada que su destino esté a cargo del parecer de particulares, sin correr el riesgo de que todos vivamos en la infame ley del embudo, de la suerte o, peor aún, del gran negocio.