(Tomado del Tratado de Serpentología)

Todos se maravillaron de mi frondosidad al nacer, pero después de una semana comencé a perder peso y esplendor, debido a que los pechos de mi madre empezaron a secarse y yo no tenía otro alimento que no fuese la leche de mamá. Mis padres y nuestros vecinos veían con asombro mi desgaste apresurado. A doña Aurora Beato, una de nuestras vecinas, se le ocurrió decir que probablemente alguna culebra entraba todas las noches a beberse le leche de los pechos de mi madre, al tiempo que colocaba la punta de su rabo en mi boca para entretenerme y evitar que llorara. De inmediato un grupo de cristianos diligentes desarrolló una pesquisa por el barrio y sus entornos y al día siguiente había ocho culebras muertas y derramadas en el fondo del patio trasero de nuestra casa. Sin embargo mi deterioro continuaba de forma alarmante, aunque no lloraba ni sentía hambre como si estuviera en un limbo terrenal.

Tres días después, a Beatriz Resignación, otra de nuestras vecinas, se le ocurrió afirmar que a lo mejor alguna bruja entraba todas las noches en nuestra casa a chuparme la sangre. Esta vez la víctima fue Eugenia Agramonte, una viejecita alocada que vivía sola en un ranchito y que tenía fama de chupadora de muchachitos. Hasta ese día a nadie se le había ocurrido apalearla y lapidarla, y luego incinerarla como en efecto hicieron. Y creo que no siguieron muriendo más locos y más culebras porque al día siguiente expiré.