El desafío sanitario que representa la pandemia de la denominada Covid-19, producto de un virus derivado de la familia de los coronavirus cuyo nombre científico es SARS-CoV-2, y que, hasta su  brote era desconocido, plantea esfuerzos coordinados que deben ir más allá de las decisiones o directivas locales que no serán eficientes debido a la realidad aldeana que caracteriza  a un mundo abierto de par en par a propósito de la popularización de los desplazamientos humanos  alrededor de toda nuestra esfera planetaria.

Estos desafíos se debaten entre propuestas que van desde el clásico aislamiento social, parcial o total, corto o prolongado, y la paralización de la actividad productiva. ¿Qué podría matar a más personas, la libertad de circulación con su consecuente contaminación letal, o el confinamiento que detiene y entumece el trabajo que genera bienes y servicios? Aunque la letalidad de la Covid-19 es menor que virus comunes, su exponencial capacidad de expansión le permite cobrarse muchas vidas; pero un dilatado encierro puede matar a muchos de hambre.

La cuestión se resume a qué hacer entonces ante esta compleja disyuntiva que requiere de respuestas rápidas, porque la dilación en la toma correcta de decisiones puede empeorar el drama sanitario que, como vemos, apunta ya a una especie de catástrofe económica de carácter global, que, a decir de organismos financieros internacionales, podría ser de mayores dimensiones que la crisis financiera de 2008 que tuvo un impacto demoledor y prolongado en la economía real.

Las propuestas para enfrentar esta inédita calamidad terráquea, van en una y otra dirección. La confusión es tan grande que reputados epidemiólogos sugerían no preocuparse por la aparición de este nuevo miembro de la familia de los coronavirus, en razón de que la letalidad era mucho menor que la influenza, un virus de estación, u otros virus frecuentes con los que convivimos sin mayores sobresaltos. De hecho, las autoridades británicas, partiendo de ese criterio, tomaron medidas muy laxas, y los Estados Unidos, en principio, asumieron una actitud parecida; en ambos casos se rectificaron las medidas y endurecieron al descubrir que la realidad era distinta.

Los que desde el principio previeron la capacidad de propagación del virus, se adelantaron a proponer medidas como el confinamiento total de la población. En pocos días las situaciones de Italia y España hicieron que cundiera el pánico y que las teorías de priorizar la economía se desplazaran a un segundo plano. “La vida es más importante que la economía, porque ésta debe estar al servicio del hombre y no al revés” se comenzó a comentar. Pero resulta que el debate sobre la importancia de la economía para garantizar a la gente sana y viva, se reanima.

La desaceleración de la economía de China a partir del surgimiento de la epidemia, revivió el tema, pues la situación sanitaria, aun a nivel de epidemia afectó de manera sensible el aparato productivo del gigante asiático, una situación que ha empeorado con la conversión del virus en pandemia, porque esta nueva categoría frena su mercado externo, realidad que es válida para todos los países, sean desarrollados o en vías de desarrollo, pues las cadenas de suministro se ven afectadas, o interrumpidas, lo que tiene repercusiones  financieras en las empresas y en los mercados financieros.

Como vemos, la complejidad de la situación requiere de soluciones globales, como ha planteado el expresidente dominicano Leonel Fernández, cuando hace un llamado a la comunidad internacional, a través de sus diferentes organizaciones, a reunirse para tomar decisiones conjuntas que eviten que la crisis sanitaria derive en catástrofe social, económica y política que trastorne al mundo.