Lo que vimos en España, Italia y China en los inicios de la actual pandemia parecería un juego de niños en relación con lo que está ahora sucediendo en América Latina. Esta región supera ya las 200 mil muertes con una caída de su PIB de 7.2% para este año, según pronósticos del Banco Mundial. La Cepal es todavía más pesimista y estima que esa reducción alcanzará más de 9%. En apenas seis meses, es hoy el epicentro de este terrible mal global, con Brasil y México en la delantera.

En poco tiempo, y gracias al escepticismo de sus gobernantes, estos dos países dieron al mundo un formidable ejemplo de cómo se puede avanzar sin contratiempos hacia el desastre nacional en tiempos de pandemia. Brasil, gobernado por Bolsonaro, cuenta en estos momentos con más de 114 mil muertes -segundo lugar en el lúgubre ranking mundial-, mientras que México, de López Obrador, supera ya los 60 mil extintos, pasando al tercer lugar.

Para que tengamos una idea: el país de Pancho Villa y Benito Juárez está a punto de triplicar a España en decesos totales. Brasil, en pocos días, manteniendo el ritmo de contagios actual, habrá de duplicar a España. Es muy posible que en 2021 las escuelas de samba no tengan participantes que coordinar.

No es solo un tema de un número de fallecidos ni de sistemas sanitarios desbordados. La actividad económica se resiente hasta niveles insostenibles y el sistema educativo no encuentra cómo adaptarse. La desesperanza crece con el desempleo, el ahondamiento de las desigualdades y el duro distanciamiento social. Hasta finales de año y más allá, no hay ahorro nacional que pueda contener el rompimiento del dique.

¿Qué demanda de los gobiernos esta crisis económica y sanitaria sin precedentes? Una salida de consenso del conjunto de naciones o medidas nacionales según el buen juicio de los gobiernos y sus expertos?

Al parecer, no hay interés en lo que llamaríamos una hoja de ruta regional. Lo que vemos son demostraciones de la mayor o menor efectividad de las propias medidas o de la mejor gestión. Es muy temprano para sentenciar quién adoptó las estrategias correctas o aceptablemente eficaces. No hay resultados definitivos. Mientras, la llamada inmunidad del rebaño no se vislumbra en lontananza.

Brasil y México son los peores ejemplos. Los presidentes de ambos países minimizaron y se burlaron en los comienzos la gravedad de la situación. Su determinación fue seguir con la normalidad de la vida económica y social tratando de vadear el colapso.  Este fue un asunto de muy corto plazo.

Mientras más radicales se hacían las recomendaciones de la OMS, más inquietante se tornaba el desafío oficial al SARS-CoV-2 (severe acute respiratory syndrome coronavirus 2) de estas dos principales locomotoras económicas de la región. Los vaticinios sobre su descalabro económico son alarmantes para uno y otro: -9.2% para Brasil y -9% para México.

Son los peores resultados proyectados para nuestra región, solo si no tomamos en cuenta a Perú. El país de los incas inició la batalla con medidas drásticas de cuarentena y distanciamiento social. Como muchos. Muy pronto, el aparato económico se vino abajo y el gobierno retornó a la flexibilización. Hoy, con más de 20 mil muertes (entre los diez primeros del mundo), se espera que su PIB se reduzca 13%: una verdadera calamidad económica.

Argentina sigue empeñada en priorizar la salud por sobre la activación económica, si bien de nada ha servido. Su desempeño económico será peor que el de Brasil pues caerá al foso con una reducción de 10.5% del PIB.

Los demás países sufrirán iguales históricas contracciones en sus economías. Unos porque antes de la pandemia tenían economías en cuidados intensivos (Argentina es buen ejemplo); otros porque la pandemia despedazó las paredes que contenían el fango de viejos problemas estructurales no resueltos. Es el relave frágilmente contenido.

Comenzar con medidas radicales de cuarentenas, distanciamiento social y toques de queda y retornar por asfixia económica y cansancio social a la flexibilización, y viceversa, nos parece un comportamiento pendular peligroso.

Tales vaivenes socavarían la autoridad del Estado en un contexto de empobrecimiento general acelerado. Permanecer con las medidas duras indefinidamente puede resultar peor que la enfermedad cuando nadie ve llegar todavía el crítico ciclo final de la pandemia.

Tuvimos tiempo de prepararnos mejor mirando con interés y responsabilidad a China y Europa en los fatídicos inicios. Vimos caer para siempre miles de vidas y nos cruzamos de brazos contando con la inmunidad natural de nuestras pobrezas y tragedias sociales.

En nuestros países no habrá contención rápida. La carrera será larga, tortuosa y dispendiosa, tanto desde la perspectiva sanitaria como económica. En todo caso, puede resultar atractivo para la población que los gobiernos opten por la flexibilización gradual en función pausada de la situación económica y los resultados masivos de las pruebas. Las pruebas son cruciales. Permiten ver con claridad muchas cosas y hacer otras con un mayor grado de certeza. ¡Busquen el dinero para las pruebas masivas!

El virus ya está siendo más mortal por estos mundos nuevos que en el viejo. Por tanto, los desatinos resultan inadmisibles ahora.  Sistemas sanitarios endebles, debilidades institucionales, población con graves deficiencias de instrucción general, grandes déficit fiscales y altos e irresponsables niveles de endeudamiento externo son nuestras insignias.

Debemos de alguna manera superar las medidas drásticas sin que desbordemos las capacidades de nuestros sistemas sanitarios. Este es el gran desafío. El virus es una bomba de tiempo y en muchos países, como el nuestro, ya los recursos no alcanzan para desactivarla.