La penalización de algunas formas de interrupción del embarazo es un anacronismo superado en países con legislaciones modernas. La restricción es un claro desconocimiento de los derechos reproductivos de la mujer cuando se trata de una violación, una relación incestuosa o corre peligro inminente la vida de la embarazada. Y me atrevo a agregar, cuando la criatura presenta anormalidades congénitas que no le permitirían llevar una vida normal.

Un ejemplo dramático de las consecuencias de la rigidez de las constituciones y leyes que desconocen esos derechos, lo trajo en sus páginas el sábado el periódico español El País, con la historia de una joven salvadoreña, de 18 años, Guadalupe Vásquez. La muchacha se presentó hace años a un centro médico del pequeño pueblo donde vivía con una hemorragia uterina. Los médicos la denunciaron ante la fiscalía por haberse practicado un aborto. La fiscalía cambió luego el cargo por homicidio voluntario, lo que le llevo a prisión con una condena de 30 años. La joven había sido violada pero desconocía que estaba embarazada cuando se le presentó el sangrado pero el tribunal desestimó su alegato.

Después de haber cumplido buena parte de la sentencia, la joven fue indultada por la Asamblea Legislativa salvadoreña luego de generarse un debate nacional sobre este y muchos otros casos similares, que han conmovido la conciencia de la nación centroamericana. La rigidez de muchas constituciones sobre el tema, como es el caso de la nuestra, promueve injusticias iguales y condena a una muerte casi segura a aquellas mujeres víctimas de violaciones que carecen de la opción de decidir qué hacer en el caso de un embarazo indeseado. Nuestro país está muy dividido sobre el tema, a causa de la inflexible posición de las iglesias, especialmente la católica, a pesar de que no se trata de una cuestión religiosa sino un asunto fundamental de derechos humanos y sobre todo de salud pública.