La defensa de los derechos humanos ha ocupado la atención de los medios por su importancia en la práctica democrática y ese permanente interés ha generado serios cuestionamientos a las políticas oficiales sobre la materia. Buena parte de la preocupación se ha centrado en la protección de los derechos ciudadanos de aquellos que hacen del crimen y de la violencia física normas de conducta, sin reparar el daño que causan a los demás y la desprotección con que se dejan a los más vulnerables, los que frecuentemente son sus víctimas.
Por desgracia, la creatividad de los organismos de protección ciudadana no se compara con la facilidad y rapidez con la que las distintas modalidades del crimen organizado han logrado ampararse en los tecnicismos que las leyes ponen a su disposición, colocándolos cada día más lejos del alcance de las sanciones legales y haciendo más difícil y menos eficiente el combate a la criminalidad y la delincuencia. Algunas de las instituciones de la sociedad civil defensoras de los derechos ciudadanos han sido muy activas en defensa de los derechos de los criminales más que en los de sus víctimas y esta realidad es innegable, por mucho que duela y avergüence.
Los desconsoladores videos presentados por los medios y profusamente circulados en las redes mostrando criminales asaltando a inocentes familias, amenazando a menores a quienes han creado traumas que les costarán años reprimir, indican llegada la hora de una revisión de los procedimientos de lucha contra el crimen y del concepto de protección de los derechos ciudadanos para reducir el espacio de actuación a delincuentes y criminales. La ola de criminalidad que encierra a los ciudadanos en sus hogares, por el temor que ha incrustado en sus mentes, requiere de un tratamiento severo por las autoridades.
Ningún país ha combatido con éxito la delincuencia y el crimen con manos de seda.