Cuando surgió la Organización de las Naciones Unidas a finales de la primera mitad del siglo XX, la Carta respondía al contexto internacional que proporcionó las razones para su creación. Muchos de sus principios, objetivos y documentos mantienen validez hoy día. Sin embargo, un vistazo al mapa político internacional actual revela en un primer plano problemas que sin ser nuevos se muestran en una nueva dimensión.
¿Tendría la Organización de las Naciones Unidas que replantearse sus funciones? ¿Debería revisar sus mecanismos de toma de decisiones? ¿Es conveniente actualizar sus documentos rectores, en especial, los que tienen que ver con los Derechos Humanos y la soberanía de las naciones miembros, a la luz de los contextos actuales?
¿Debe darse un mayor espacio en la Carta de los Derechos Humanos, con el mismo peso que coloca sobre la obligatoriedad de su cumplimiento, que no debe permitirse la instalación de dictaduras de ninguna clase en los países miembros?
La injerencia es una vieja práctica que ha contado con el respaldo de innumerables países, en momentos y coyunturas diferentes. El catálogo del siglo XX tiene muestras más que suficientes de guerras de ocupación, derrocamiento de gobiernos e intervenciones con propósitos hegemónicos, en nombre de ideologías, criterios políticos y en pos de objetivos económicos. Y como en el pasaje bíblico, “que arroje la primera piedra” el país que esté libre de ese pecado, sea potencia o no.
Es tiempo ya para que la comunidad internacional y sus instituciones cuenten con mecanismos que protejan a los pueblos que están cautivos de dictaduras nacionales. El llamado principio de “no intervención” en los problemas internos de un país, independientemente de la legitimidad o no cuando la participación extranjera se produce, está siendo empleado para defender que se mantengan en el poder regímenes totalitarios que reprimen a su pueblo, lo privan de información y al margen del desarrollo; lo manipulan, lo mantienen a niveles al límite de la miseria y privado de las libertades individuales esenciales.
No puede tolerarse que un régimen dictatorial o disfrazado de democracia “con respaldo popular” estimule la violencia de las masas como mecanismo recurrente de un sistema represivo contra los ciudadanos que se le oponen por vías pacíficas, ni que se mantenga a los disidentes como rehenes, objetos de campañas propagandísticas internacionales o simple calderilla para el regateo político.
El primer objetivo de la ONU, según expresa su documento fundacional, es "mantener la paz y la seguridad internacionales, y con tal fin tomar medidas colectivas eficaces para prevenir y eliminar amenazas a la paz”. El mundo moderno demanda leyes actualizadas, válidas, para estos fines, que sean respetadas por todas las naciones.
Para empezar, pudiera concebirse una solución que sustituyera el recurso de las “intervenciones”, que son susceptibles a malas interpretaciones, abren la puerta a excesos y se decoloran como recurso que ya parece estar superado por la historia.
El organismo internacional debería incluir en su sistema vías efectivas para eliminar la amenaza a la paz que constituyen los regímenes dictatoriales de todo tipo que violan los derechos humanos de sus ciudadanos cotidianamente y evitar así que estas situaciones prevalezcan.
Es un contrasentido que los gobiernos de algunos de estos países ‒como el de Libia, que integró la Comisión de Derechos Humanos de la ONU hasta hace poco y cuyo gobierno ordenó masacrar civiles en la crisis actual‒, sean miembros plenos de la organización y disfruten de todos sus beneficios impunemente.