Ha sido el notable administrativista argentino Roberto Dromi en su bien ponderado Tratado de Derecho Administrativo quien ha puesto en cuestión el principal desafío del Derecho Administrativo en el siglo XXI, al decir que sobre esta rama de las Ciencias Jurídicas recae la tarea nada liviana de “tornar operativa a la ecuación política entre los derechos fundamentales del individuo y las competencias públicas del Estado”.

Para Dromi, “los hombres de cada generación tienen su tiempo, su pasado, su historia y su futuro, y ello determina el derecho a la propia interpretación histórica de su realidad. En este orden el sistema de Derecho Administrativo de principios del siglo XXI preserva las premisas sociológicas e históricas que le dieron un espacio autónomo en el orden de la Ciencia del Derecho, pero a su vez incorpora elementos vigenciales que hacen a su especialidad contemporánea, teniendo en cuenta que se trata de un tiempo de cambios continuos y repentinos que obedecen a una sociedad tecnificada y en rápida transformación”.

A este juicio ha agregado el profesor español David Blanquer que el Derecho Administrativo visto desde el prisma de la galopante contemporaneidad  “no tiene en la limitación del poder público su único objetivo, sino que su esencia consiste en la permanente búsqueda del inestable equilibrio entre los intereses generales y los derechos de los ciudadanos”.

Toda esa sinergia jurídico-económica  que se ha dado entre el modelo económico de mercado y el Estado Social imponen al Derecho Administrativo la ineluctable tarea de pacificador social, creando el necesario equilibrio entre los derechos de los más débiles, el interés general y las garantías a la libre empresa.

En tal sentido, el Derecho del Consumidor, que surgió como Derecho de Consumo apegado a las reglas del Derecho Privado, es Derecho Administrativo duro. Más aún si tenemos a la vista la prestación de servicios públicos por agentes privados bajo el esquema de la regulación económica.

Una de las transformaciones que aporta el Estado regulador es la capacidad de superar la bifurcación de los intereses individuales y los intereses generales del Estado-nación. De esta innovación deriva la relativización del dogma que separa de forma radical el Derecho Público y el Derecho Privado, como si fueran agua y aceite que no pueden mezclarse. Uno de los rasgos característicos del Estado liberal y burgués del siglo XIX era la radical contraposición entre los intereses públicos del Estado y los intereses privados de los individuos que componen la sociedad. Frente a esa visión maniquea y bipolar, en el nuevo Estado regulador se produce una aproximación entre uno y otros intereses. Ni el sector privado es ajeno a la satisfacción de los intereses colectivos, ni los poderes públicos pueden prescindir del objeto de proteger los intereses individuales. El resultado es un ordenamiento jurídico más complejo que combina en distintas dosis el Derecho Público y el Privado (Blanquer, David, Derecho Administrativo, Tomo I, Valencia, 2010, pág. 127).

 

Pudiéramos afirmar, pues, que el Derecho del Consumidor comprende una faceta privada y una faceta pública. A través del prisma de la primera estudiaremos la relación que existe entre proveedor y consumidor y, mediante la segunda, nuestro enfoque estará dirigido a las distintas acciones del Estado para tutelar a través de políticas públicas el control de los derechos de los consumidores, evitar daños y garantizar los servicios públicos.

Lo que queremos poner de relieve es que el Derecho del Consumidor hace que confluyan en él normas de Derecho Privado y Derecho Público, pero que su función principal es actuar como una especie de “malabarista” para llevar justicia a la relación de consumo.