Casi todos pensamos que la democracia es, por definición, un régimen que respeta los derechos fundamentales de todos, que permite la igualdad de las personas, que protege a las minorías y que es tolerante con los diferentes y la diversidad. Pero, en realidad y en puridad, la democracia no es incompatible con la dictadura. Es más, como afirma Carl Schmitt, siguiendo a Max Weber, es posible que la mejor forma de realización de la democracia es la dictadura, en la medida en que un dictador carismático y popular es elegido por la masas como su hombre de confianza. La dictadura, por tanto, puede ser antiliberal pero no por ello antidemocrática.

Como ya lo dijo hace un tiempo Fareed Zakaria, una democracia no tiene que ser liberal, como lo demuestran los regímenes populistas y fundamentalistas del orbe. Es más, una democracia puede estar basada en la exclusión social y política, como es el caso de los Estados Unidos esclavistas y de “iguales pero separados” y la Sudáfrica del apartheid. Solo la democracia fundada en el Estado Social, como lo propuso Herman Heller en los 30 del siglo XX y como lo establece el artículo 7 de la Constitución de 2010, puede conducir a una democracia sin ciudadanos de segunda clase, sin discriminación, marginalidad ni exclusión. Pero, técnica e históricamente hablando, es cierto que, como señala Schmitt, “siempre han existido en una democracia esclavos o personas total o parcialmente privadas de sus derechos y relegadas de la participación en el poder político, se llamen como se llamen: bárbaros, no civilizados, ateos, aristócratas o contrarrevolucionarios”.

Más aún: la democracia no tiene necesariamente que fomentar lo que hoy conocemos como participación ciudadana. Como lo demuestran las democracias realmente existentes de los países de nuestra América atrapados en las redes del populismo, la democracia puede ser demagógica, centralista, verticalista y opresiva. El pueblo puede participar, claro. Pero del modo que un cuerpo no organizado lo puede hacer, es decir, como la multitud que pidió liberar a Barrabás, por gritos o por aclamación (¡arriba, abajo, viva, muerte, sí, no!). En el fondo, la democracia populista desconfía de un pueblo al que no le cree capaz de tomar decisiones articuladas.

Así como la democracia no tiene que ser necesariamente liberal del mismo modo el liberalismo no tiene que mostrarse democrático. El caso del Chile del general Augusto Pinochet ilustra cómo es posible estructurar un régimen autoritario que proteja sino todas por lo menos algunas libertades, principalmente las económicas, compatibles con el libre mercado. No por casualidad, como bien ha demostrado Renato Cristi, el Estado autoritario liberal que proponía Schmitt, que mezclaba una economía libre con un Estado fuerte y se concretó en Chile, fue explícitamente apoyado por el viejo megaliberal Friedrich A. von Hayek.

Hoy, esta idea de un gobierno autoritario liberal vuelve a estar de moda, como denuncia Jesús Silva-Herzog Márquez en su blog, al señalar a aquellos pensadores que defienden el golpe de Estado en Egipto contra un régimen democrático antiliberal como el de Morsi, para que se pueda así establecer primero un sistema de mercado libre que, luego, permita transitar a la democracia. Con razón afirma el escritor que “despreciar la importancia procedimental de la democracia es un retroceso intelectual gravísimo (…) El peligro contemporáneo no es solamente el de los populismo antiliberales. También lo es el de los liberalismos antidemocráticos”.

En realidad, lo que estamos viviendo a nivel planetario es tanto una erosión de la democracia como del liberalismo, que nos conduce a regímenes donde se encontrarían limitadas tanto la participación democrática, que queda excluida del nivel de las libertades económicas y de los espacios de integración regional, como las libertades, que son reducidas al ámbito de lo esencial para el funcionamiento del libre mercado. Así quedan libres los macro poderes salvajes del mercado para actuar a su antojo a nivel global, permanece restringida la participación democrática a las decisiones políticas irrelevantes, son limitados los derechos sociales de las masas y de los trabajadores y los derechos del debido proceso, de expresión y de intimidad de las personas son reducidos a su mínima expresión, bajo un régimen de excepción global permanente justificado en la eterna lucha contra el difuso y confuso terrorismo.

En las provincias del globo, nos toca reclamar los valores democráticos, sociales y liberales que hoy abandona el Primer Mundo. Como lo revela el reciente caso de la detención del avión de Evo Morales, los países menos avanzados no nos podemos dar el lujo de prescindir del Derecho y vivir bajo la ley del más fuerte. Hoy la civilización reside en las colonias y las metrópolis están pobladas de salvajes que reniegan de los valores de la civilización euroatlántica, del Estado de Derecho y de la democracia como conquistas políticas y culturales.