El 30 de mayo de 1963 es una fecha que quedará grabada en la historia para conocimiento de las futuras generaciones,  después que desaparezcan los últimos vestigios vivos que aún quedan de aquella  gesta liberadora, heroica al tiempo que dolorosamente luctuosa por el trágico destino que sufrió la mayoría de sus autores directos.

Es importante preservar la memoria histórica de los largos, interminables, dolorosos tres decenios transcurridos desde que Rafael Leónidas Trujillo, aventurero y arribista, ambicioso y matrero, asumió el poder para instaurar uno de los más feroces y despreciables regímenes dictatoriales que haya sufrido pueblo alguno en el accidentado devenir de nuestra América.

No hubo límite a la codicia insaciable del tiranuelo, ni freno a su desbordada ansia de poder y de mando donde hizo tabla rasa de los más elementales y sagrados derechos humanos, acosando, persiguiendo, apresando, torturando y asesinando sin menor asomo de compasión.   

Fueron años de humillación y oprobio.  De sumisión y cobardía.  De genuflexión y vergüenza para quienes perdieron todo sentido de decoro y llegaron a los más vergonzosos extremos de envilecimiento.

Pero también lo fueron de nobles y gallardas rebeldías.  De levantar el pendón del decoro  pisoteado a riesgo permanente y el precio de la  vida.  De salvar el sentido de la dignidad propia y rescatar la de un pueblo sojuzgado y oprimido.

Fueron hombres y mujeres de esa estirpe  los que más de  una vez trataron de derrocar el nefasto régimen con suerte adversa, sumando sus nombres a la larga cadena de víctimas del martirologio que dejó  de sangriento legado  la tiranía. Y de ese mismo temple quienes  decidieron luego dar fin a la vida del ensoberbecido tiranuelo poniendo en juego la propia.  De los directamente participantes en el magnicidio, solo uno pudo salvarse. Del resto, unos la entregaron enfrentando a sus perseguidores; otros, a manos de sus carceleros después de sufrir crueles torturas. 

A ellos, a los que pagaron con su vida y a los que sobrevivieron,   debemos rendirles permanente homenaje de gratitud.  Y ninguno mejor y a la altura de su sacrificio que luchar sin descanso, sin tregua ni vacilaciones por preservar ese inapreciable bien que es la libertad sin la cual el ser humano pierde todo sentido de decoro.

Cierto que la democracia de que gozamos,  y por la que el pueblo dominicano ha pagado una elevada cuota de sangre y sacrificio, dista del ideal anhelado, mucho más del que alimentó el sueño duartiano de patria.  Pero nuestro deber y compromiso es trabajar por mejorarla, jamás renunciar a ella.

Porque como certeramente apuntó Luisa de Peña, la directora del Museo de la Resistencia, “es preferible una mala democracia a una buena dictadura”.

Quienes sufrieron en carne propia el oprobioso régimen trujillista pueden dar testimonio de ello.