Desde los ensayos democráticos de Solón en la antigua Grecia, con todo aquello de las exclusiones a mujeres, esclavos y extranjeros para la toma de decisiones relacionadas con el Estado, pasando por las monarquías parlamentarias que preservan residuos del feudalismo combinado con expresiones propias del capitalismo industrial, hasta la sociedad del conocimiento que ha relegado a los clásicos factores de la producción y que la caracteriza la virtualidad en tiempo real y acceso masivo a la información, la representación ha estado presente aún bajo eufemismos. 

Y es que, las leyes de la física que dominamos (porque conocemos poco de las cuánticas) nos muestran que dos cuerpo, por la impenetrabilidad, no pueden ocupar un mismo espacio, como lo explica Maximiliano Robespierre desde un juicio sociopolítico que describe un modelo de representación democrático como el que impulsaron los revolucionarios franceses, cuando aseguró que “la democracia es un estado en el que el pueblo soberano, regido por leyes que son obra suya, hace él mismo lo que puede hacer, por medio de delegados, todo lo que él mismo puede hacer”. 

De esta afirmación reflexiva se colige, que desde la democracia más primitiva, la ateniense, hasta la más incluyente y  participativa, derivada de los niveles de conciencia e información de los ciudadanos, la representación es una realidad que seguirá estando presente, ya sea desde las articulaciones políticas como instrumentos por excelencia para que la comunidad canalice su relación con el Estado, o desde otras instituciones, como organizaciones empresariales, laborales o de la sociedad civil, con menor legitimidad por no representar los intereses de la colectividad, sino de grupos o personas.

Es cierto que en el siglo XX se dio el salto hacia la masificación de los partidos, aparecidos en la centuria anterior con estructuras evacuadas desde una concepción elitista, sobre todo en las formaciones comunistas de la época que entendían que la selección natural produciría a los mejores hombres para la dirección de sus agrupaciones. Pero esa masificación, que fue el resultado de las grandes concentraciones humanas, no ha podido generar una horizontalidad capaz de deshacer la ecuación atemporal de dirigentes y dirigidos que permiten una estructura organizacional escalonada, como resultado de la delegación, que facilite la división social o técnica del trabajo.

Antes de la aparición del Estado, en las sociedades primitivas donde no existía la propiedad privada sobre los medios de producción y por lo tanto no existían las clases sociales, imperaba un orden social que impedía el caos. Así, por ejemplo, las gens, aquellas pequeñas unidades sociales, eran dirigidas por ancianos electos por un consejo de adultos compuesto por hombres y mujeres; es decir, delegaban en alguien que los dirigiera. A medida que fueron mejorando los procesos productivos, esta comunidad gentilicia fue desapareciendo y con ello se fue marcando una estructura social más compleja que respondía a los avances tecnológicos.

Es decir, que en la medida en que las sociedades han ido avanzando en su desarrollo, han diseñado estructuras sociales más especializadas, en las que cada individuo, o grupo de éstos, juega un papel específico de aporte a sus comunidades con categorías que impiden la horizontalidad jerárquica; cuestión que, como hemos visto, ocurre independientemente del modelo de producción. Así las cosas, yendo desde los partidos hasta el conjunto de la sociedad, queda claro que el carácter incluyente no elimina la jerarquización, y ésta no impide la democracia horizontal.