La vigilancia extrema no es la solución. La limitación desmedida de las libertades inherentes al individuo, que tanta lucha han costado, no es la conclusión del problema. Las prácticas reñidas con la ley, aunque pretendan ser justificadas en la crisis que nos golpea, no son la salida. El populismo no nos redimirá.
Voces agoreras agitan el corazón de muchos, afirmando que solo cediendo nuestra libertad (o una parte importante de ella) a merced del Gran Hermano, podríamos lidiar con una crisis como el COVID19. Se sostiene que el ideal democrático que procuramos, más allá de lo que en la realidad hemos alcanzado, es débil, frágil ante la crisis y lento en dar respuestas oportunas a situaciones de gravedad. Protesto contra ese discurso. Sostengo que la democracia es –también en la crisis– el mejor sistema de organización para nuestras sociedades hoy. Invito, humildemente, a quienes sostengan lo contrario, a debatir.
A principios de la semana pasada, el diario español El País hacía eco de un interesante artículo de Byung-Chul Han, en el que el filósofo surcoreano resaltaba las virtudes de diversos gobiernos asiáticos para sortear la crisis. En algunos casos, hacía alusión a la disciplina de los ciudadanos. En otros, sin embargo, se notaba una clara reverencia ante gobiernos de naturaleza autoritaria, presentando como idóneas ciertas medidas de vigilancia que rayan en lo inverosímil, semejantes al universo orwelliano o a la distopía de Bradbury.
Ese discurso, sin embargo, tiene hechos y datos incontestables. Exhibe resultados. Genera adhesión porque luce eficaz. Y está presente en nuestro medio, donde se predica ya la idea de que la democracia no es segura, que la exigencia de consenso la hace en extremo metodológica y con ello patológicamente lánguida a la hora de dar respuestas oportunas y rápidas ante situaciones extremas. Se asocia el orden y la disciplina con el verticalismo político (Diego Valadés: 2017) y se presenta un holograma del colectivismo (no económico, sino conductual), que pregona un “bien común”, predeterminado por un sector asilado.
Otra postura que gana terreno es la del liderazgo fuerte, la del político que –según nuestro colorido argot– “se aprieta el cinturón”. Esta idea, asociada a nuestra cultura presidencialista, suele servir para el fraccionamiento de la separación de poderes y la concentración de atribuciones en manos de un líder (Gabriel Bouzat: 2007). Este, sobre la base de su carisma o la coyuntura histórica que le toca afrontar, puede tomar medidas que riñan con la ley en tanto sean populares o mesiánicas. Su fundamento es una lucha por la hegemonía y la promesa de representar realmente la intención del pueblo, pero su resultado es, en la mayoría de los casos, un exceso lamentable, con numerosos ejemplos en la historia reciente, y en los más diversos litorales ideológicos.
Ni una cosa ni la otra nos garantizará bienestar y paz. La respuesta no puede ser una forma de gobierno que debilite la calidad democrática, bajo la premisa de que eso creará mejores escenarios para la superación de la crisis. Ese discurso es un campo minado. Una democracia desmejorada y asfixiada puede ser destruida, “ya sea desde arriba, por un poder autoritario, ya desde abajo, por el caos, la violencia y la guerra civil, ya desde sí misma, por el control ejercido sobre el poder por oligarquías o partidos que acumulan recursos económicos o políticos para imponer sus decisiones a unos ciudadanos reducidos al papel de electores” (Alan Touraine: 1994).
Este será un año que difícilmente olvidaremos, porque el COVID19 nos ha golpeado fuertemente en casi todas las áreas de nuestra vida. Y nos ha golpeado a todos. Pero su solución, como la de otras crisis económicas, sociales, políticas o de alguna otra índole, debe ser una construcción colectiva real, no la idea de un iluminado o la imposición de un aparato estatal.
La democracia es la forma política de la igualdad. Restringirla, debilitarla o desnaturalizarla, puede parecer idóneo para la superación temporal de una crisis, pero abriría una puerta que quizá no podamos cerrar, o para lo cuál tengamos que pagar un costo social demasiado alto. Cierto es que la nuestra es débil, que amerita más participación y más distribución del poder. Es urgente que evitemos el fascismo social y reinventemos nuestro Estado (Boaventura de Sousa Santos: 1998). Pero lejos de caminar hacia la disminución de las libertades conquistadas, es momento de procurar su fortalecimiento. En esta hora aciaga, la respuesta es más democracia.
Relacionados